viernes, 26 de febrero de 2016

"Para abajo, Escarabajo!" (Cap. 9) En la sombra del caballo

Encontrar en la literatura un final más bello y mejor escrito que la última página de Don Segundo Sombra, no es una tarea fácil. Incluso sin conocer la historia de la novela, uno se conmueve profundamente por el modo en el que están reunidas las palabras. Alcanza con respirar un instante la poética gauchesca de Güiraldes, para quedar contagiado por siempre con la melancolía de las pampas. Permanece en nuestra identidad aunque jamás lo hayamos leído. Aunque nunca hayamos montado un caballo. Alguien que hubiese nacido ciego podría ver, en la sonoridad de esas líneas, la traza de un horizonte inalcanzable. Un mar que se ha hecho tierra y que nos ha dejado cabalgando en la añoranza. 

Este es el último párrafo de esa novela que nos obligaban a leer en el colegio: 

"...No sé cuántas cosas se amontonaron en mi soledad. Pero eran cosas que un hombre jamás se confiesa. Centrando mi voluntad en la ejecución de los pequeños hechos, di vuelta mi caballo y, lentamente, me fui para las casas. Me fui, como quien se desangra." 


Nuestros relatos son pequeños. Están hechos con los retazos que alcanzamos a manotear junto al camino. Son pocillos de café instantáneo; tienen espuma y buen aroma pero les falta el sabor de la tardanza. No hay caso; no me es posible escribir sin seguir en el poderoso influjo del modo de Güiraldes. Es como meterse al río y pretender salir seco. 


Al llegar a Malargüe, cruzamos el centro del pueblo con el envión de la ruta, hasta que por fin nos detuvo un semáforo. Eso nos dio tiempo para leer el cartel con la flecha, al otro lado de la calle. El día se estaba yendo. Seguimos las flechas de los carteles como en la búsqueda del tesoro y llegamos a una gran casa de adobe con botellas de colores y parabrisas de autos que hacían de ventanas. No tenía la estética que yo elegiría pero igual me gustó. A flor le encantó, así que nos quedamos. Esa sería nuestra primera noche en la Ruta 40. Ya habíamos andado mil seiscientos kilómetros. 



Lo presentí detrás de la tropilla que corría hacia el corral. Primero escuché las voces que daba y por fin apareció de a pie, arriando potros y yeguas. Al vocear abría los brazos con un ademán que yo conocía pero que no supe interpretar del todo. Los animales lo obedecían como los músicos al director de orquesta. Entraron en fila india al corral y el hombre cerró la tranquera tras el último. Era hora de dormir en la sombra que produce la tierra, cuando el sol se cae del plato. Un moro de pelo atigrado de grises, se echó de costado. Después supe por él que los animales hacen eso cuando están enfermos o si se sienten muy tranquilos y confiados. Me explicó que esa era su clave para la doma, la confianza. 



Usaba una boina que alguna vez fue blanca y una barba negra que completaba el dibujo de su cabeza. Lo encontré a la mañana siguiente en el corral y nos hicimos amigos con pequeños gestos, casi sin hablar. Se llamaba Diego y su vida cobraba sentido, en la sombra de los caballos. Allí este hombre bueno tenía su misión. Se dedicaba a cuidarlos y domarlos. Pero no lo vi usar modales agresivos para imponer su autoridad de domador. Él prefería usar la ternura, sabiamente equilibrada con una necesaria cuota de firmeza. "Doma racional", -me dijo-, "eso es lo que yo hago; lo aprendí de un viejo criador en el campo." Me contó algunas de las tareas que realizaba en su labor. Eran cosas simples pero conmovedoras. Sin embargo, yo no sé cómo reproducir ahora esa simpleza. Su decir campero, el lugar y la ocasión, creaban un espacio de magia que no consigo repetir en la escritura. Me sobran palabras y me falta hondura para evocar lo que él me contó. Solo se me ocurre que lo más bello y parecido que puedo acercar, es el silencio...  

Tuve la suerte de llegar justo en el momento en que se disponía a montar por primera vez a una potranca con la que venía trabajando. Toda su sensibilidad y su concentración estaban comprometidas en ese vínculo. Sabía que cada gesto, cada pausa, eran tomados en cuenta por el animal. Los dos se observaban y se percibían, cada uno con sus capacidades. Yo advertí esa conexión y encontré un lugar desde donde ser parte y colaborar. Él me dejó. No creo que por cortesía, sino porque yo entendí lo que estaban haciendo y me sumé de modo natural a ese juego. Me hablaba despacio y sereno. "Tengo que entrar en los miedos de cada animal para ganar su confianza. Es como meterse en la sombra del caballo y darle paz para que deje de asustarse."  

Poco a poco, fue colocando sobre el lomo de Nieves cada una de las capas de la montura. La potranca lo dejaba hacer. Sus orejas eran la señal que servía para saber si algo la molestaba. Las tenía erguidas y en alerta. Mientras estuviera así, íbamos bien. Si las bajaba hacia atrás, significaba enojo o miedo. Diego la acariciaba con la dulzura justa. Era una forma viril de ternura. Yo no podía contener mi necesidad de mimarla como a un bebé. Entre los dos la hacíamos sentir muy bien. 



Diego la provocaba pasándole por detrás y arrimándole su cuerpo por el lado derecho, que es el que más incomoda a los caballos. Así lograba que ella se confiara más. Por fin llegó el momento y se decidió a montarla. Hubo algunos movimientos de resistencia de la potranca pero la firmeza de Diego pudo con ellos. La montó sin que el aire del corral sufriera la menor alteración. La hizo caminar y hasta galopar dentro del círculo de palos. En el sentido del reloj y también al revés; como para que volviera a su origen. No hubo golpes de rebenque, ni gritos, ni maltrato. Nieves y Diego giraban en su danza de amor y confianza mutua. No había sometimiento ni dominación; era el complemento de dos animales que acordaban una sociedad de mutuo beneficio y respeto. No vi que ninguno se sintiera superior al otro. La violencia aparece cuando el domador se siente impotente o es alguien que todavía no ha aprendido nada acerca del amor. 



Teníamos varios miles de kilómetros por delante. Me subí a mi flete, el Escarabajo, y nos fuimos con la Flor por la Ruta 40, hacia los lagos del Sur. El viaje suele traer destinos insondables. 

Continuará... (Cap. 10) Mejor no pino


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