“¡Venimos a devolverte el envase! ¡¿A qué
nunca antes llegó alguien desde Buenos Aires a traerte de vuelta el frasco?!”,
le gritó Anibal al hombre mientras se bajaba del Escarabajo y lo saludaba con un
fuerte abrazo.
La historia comienza cuando sentados a la mesa
de una estación de servicio rutera, comimos
varias mitades de duraznos en almíbar. Tantas que no quedó ninguno, no nos
duran. Las Arabias es nuestra marca preferida, son orgánicos,
vienen en frascos de vidrio y los venden en los almacenes naturales.
Anibal
me contó que de chico lo apodaron “Anibal, duraznos en almíbar”. Una vez,
cuando sus padres se fueron de viaje, habían quedado 24 latas en la despensa.
Llegada la noche, sin ganas de cocinar, se servía una lata entera y se la
devoraba. Las abría por la parte de abajo, las lavaba y dentro colocaba una
piedra. Así, cuando llegaran sus padres, al menos no notarían de entrada que
esa había sido la monótona cena de su hijo adolescente durante casi un mes.
Sin
mucho más que hacer en la estación de servicio, leímos la letra chica de la etiqueta
y nos sorprendimos al enterarnos de que nuestros duraznos favoritos los hacen
cerca de San Rafael, en Mendoza. Hacia allá íbamos, así que decidimos visitar a
los productores.
Después
de hacer más de 400 kilómetros atravesando La Pampa, San Luis y de que nos
decomisaran una ciruela al entrar a la provincia vitivinícola, encaramos hacia
la calle Las Arabias sin número. Era el único dato que teníamos.
Gracias
a ese objetivo tuvimos la oportunidad de conocer por dentro plantaciones de
ciruelas, duraznos, olivos y viñedos en la época más productiva y exuberante
del año. Creyendo que era el lugar correcto, es decir, la calle Las Arabias,
entramos y salimos de diferentes campos, llegando hasta el fondo de las
hectáreas cultivadas y volviendo a salir. “No, acá no es, en la próxima
entrada”, nos decían una y otra vez.
Finalmente,
una mujer nos señaló el galpón donde producen y envasan las frutas. Claudio, el
dueño, y su ayudante, Néstor, se quedaron atónitos cuando les contamos que,
viniendo de tan lejos, nos tomamos el tiempo para ir a felicitarlos por los
deliciosos duraznos que fabrican. Orgullosos nos mostraron las instalaciones y
nos contaron que adquieren la materia prima de un grupo de productores que
están unidos para abastecerse los unos a los otros. Nos fuimos contentos, provistos
de nuevos frascos. Antes de irnos nos dimos como cinco besos y salimos tocando
bocina y agitando los brazos como si nos despidiéramos de grandes amigos a los
que no veríamos por un largo tiempo.
Del
cañón a la fonda
Nuestro
próximo destino era Malargüe, pero no queríamos dejar San Rafael sin haber
recorrido el Cañón del Atuel. Salimos a media mañana y encaramos la ruta que
nos llevaría a la profundidad misma de las montañas. En ese momento Anibal se
dio cuenta de que si nos apurábamos podíamos volver a tiempo al pueblo para
almorzar en la fonda Doña Emilia. El día anterior lo habíamos intentando, pero
como llegamos tarde y la cocina acababa de cerrar, nos conformamos con un
sándwich de jamón crudo –la especialidad de la zona- mientras todos a nuestro alrededor
comían unos suculentos platos caseros.
Hicimos un total de 160 kilómetros (36 en el cañón) alucinados con la
forma y el color de las piedras. Rocas prolijamente talladas por el viento y
los años: amarillas por la presencia de óxido de azufre, verde por el óxido de
cobre, rojizas por el óxido de hierro y tantos otros colores que vaya uno a
saber de qué provienen.
Observamos
el rastro de arroyos y cascadas secos, cuevas, embalses que forman enormes
espejos de agua, represas hidroeléctricas, imponentes picos y caminos de curvas
cerradas que recorrimos a más velocidad de la prudente para llegar a tiempo a
la fonda.
Arribamos a Doña Emilia con la lengua afuera, de correr y del hambre,
pero llegamos para deleitarnos con el menú del día: entrada de jamón crudo,
queso, aceitunas y pan casero; empanadas de carne fritas (que guardamos para la
noche) y una bandeja gigante de chivito con papas fritas. Nos chupamos los
dedos y, con previa autorización de los dueños del lugar, dormimos la siesta
debajo de un esquelético árbol que encontramos en la playa de estacionamiento.
Más
tarde, encaramos hacia el desierto y la cordillera de Los Andes. Un par de
horas antes del anochecer llegamos por fin a la ruta 40. En Malargüe, unos
carteles nos guiaron hacia el Eco Hostel, un bello lugar donde nos sentimos lo
suficientemente cómodos como para empezar a escribir los relatos sobre los
primeros días del viaje.
Continuará... (Cap. 8) Pequeño Escarargot Ilustrado
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