miércoles, 24 de febrero de 2016

"Para abajo, Escarabajo!" (Cap. 7) No nos duran los duraznos

“¡Venimos a devolverte el envase! ¡¿A qué nunca antes llegó alguien desde Buenos Aires a traerte de vuelta el frasco?!”, le gritó Anibal al hombre mientras se bajaba del Escarabajo y lo saludaba con un fuerte abrazo. 


La historia comienza cuando sentados a la mesa de una estación de servicio rutera, comimos varias mitades de duraznos en almíbar. Tantas que no quedó ninguno, no nos duran. Las Arabias es nuestra marca preferida, son orgánicos, vienen en frascos de vidrio y los venden en los almacenes naturales. 


Anibal me contó que de chico lo apodaron “Anibal, duraznos en almíbar”. Una vez, cuando sus padres se fueron de viaje, habían quedado 24 latas en la despensa. Llegada la noche, sin ganas de cocinar, se servía una lata entera y se la devoraba. Las abría por la parte de abajo, las lavaba y dentro colocaba una piedra. Así, cuando llegaran sus padres, al menos no notarían de entrada que esa había sido la monótona cena de su hijo adolescente durante casi un mes.

Sin mucho más que hacer en la estación de servicio, leímos la letra chica de la etiqueta y nos sorprendimos al enterarnos de que nuestros duraznos favoritos los hacen cerca de San Rafael, en Mendoza. Hacia allá íbamos, así que decidimos visitar a los productores.
Después de hacer más de 400 kilómetros atravesando La Pampa, San Luis y de que nos decomisaran una ciruela al entrar a la provincia vitivinícola, encaramos hacia la calle Las Arabias sin número. Era el único dato que teníamos. 


Gracias a ese objetivo tuvimos la oportunidad de conocer por dentro plantaciones de ciruelas, duraznos, olivos y viñedos en la época más productiva y exuberante del año. Creyendo que era el lugar correcto, es decir, la calle Las Arabias, entramos y salimos de diferentes campos, llegando hasta el fondo de las hectáreas cultivadas y volviendo a salir. “No, acá no es, en la próxima entrada”, nos decían una y otra vez.  

Finalmente, una mujer nos señaló el galpón donde producen y envasan las frutas. Claudio, el dueño, y su ayudante, Néstor, se quedaron atónitos cuando les contamos que, viniendo de tan lejos, nos tomamos el tiempo para ir a felicitarlos por los deliciosos duraznos que fabrican. Orgullosos nos mostraron las instalaciones y nos contaron que adquieren la materia prima de un grupo de productores que están unidos para abastecerse los unos a los otros. Nos fuimos contentos, provistos de nuevos frascos. Antes de irnos nos dimos como cinco besos y salimos tocando bocina y agitando los brazos como si nos despidiéramos de grandes amigos a los que no veríamos por un largo tiempo. 




Del cañón a la fonda 
Nuestro próximo destino era Malargüe, pero no queríamos dejar San Rafael sin haber recorrido el Cañón del Atuel. Salimos a media mañana y encaramos la ruta que nos llevaría a la profundidad misma de las montañas. En ese momento Anibal se dio cuenta de que si nos apurábamos podíamos volver a tiempo al pueblo para almorzar en la fonda Doña Emilia. El día anterior lo habíamos intentando, pero como llegamos tarde y la cocina acababa de cerrar, nos conformamos con un sándwich de jamón crudo –la especialidad de la zona- mientras todos a nuestro alrededor comían unos suculentos platos caseros. 

Hicimos un total de 160 kilómetros (36 en el cañón) alucinados con la forma y el color de las piedras. Rocas prolijamente talladas por el viento y los años: amarillas por la presencia de óxido de azufre, verde por el óxido de cobre, rojizas por el óxido de hierro y tantos otros colores que vaya uno a saber de qué provienen. 

Observamos el rastro de arroyos y cascadas secos, cuevas, embalses que forman enormes espejos de agua, represas hidroeléctricas, imponentes picos y caminos de curvas cerradas que recorrimos a más velocidad de la prudente para llegar a tiempo a la fonda. 

Arribamos a Doña Emilia con la lengua afuera, de correr y del hambre, pero llegamos para deleitarnos con el menú del día: entrada de jamón crudo, queso, aceitunas y pan casero; empanadas de carne fritas (que guardamos para la noche) y una bandeja gigante de chivito con papas fritas. Nos chupamos los dedos y, con previa autorización de los dueños del lugar, dormimos la siesta debajo de un esquelético árbol que encontramos en la playa de estacionamiento. 


Más tarde, encaramos hacia el desierto y la cordillera de Los Andes. Un par de horas antes del anochecer llegamos por fin a la ruta 40. En Malargüe, unos carteles nos guiaron hacia el Eco Hostel, un bello lugar donde nos sentimos lo suficientemente cómodos como para empezar a escribir los relatos sobre los primeros días del viaje. 

Continuará... (Cap. 8) Pequeño Escarargot Ilustrado



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