lunes, 2 de abril de 2018


EPÍLOGO
por Anibal Guiser Gleyzer

Yo no tendría que escribir este epílogo y quienes lo lean no deberían leerlo. Sin embargo cuando el instinto empuja más allá de la razón no es razonable hacer lo correcto. Ha pasado ya suficiente tiempo como para quedarnos con un “Continuará…” Aunque me resista a creer que sea este el final, hubo anuncios durante el camino que facilitan la aceptación. Nada termina y, en todo caso, ¿por qué quedar detenidos ante un triste desenlace? Incluso si los años confirman la permanencia de este último acto; de esta disolución que tanto nos ha desilusionado. ¿Por qué se vuelve tan importante el final cuando no resulta ser feliz? ¿Acaso la melancolía sea un poderoso placer no reconocido que se impone en la memoria por encima de todas las maravillas vividas? No encuentro esa frontera en mis pensamientos. Siento tanto gozo en la triste añoranza como en la recreación de cada instante de felicidad. Nada tengo para reprocharnos. Solo amor, agradecimiento y la mueca de una suave sonrisa aparecen en mi corazón, al mirar toda la hermosura que alcanzamos juntos con mi amada Flor. Es lindo cuando hay paz en la tristeza. Un puerto calmo para el arribo de un nuevo amor o para recuperar la nave que tanto amamos. Después de las tormentas, más allá del naufragio hay barcos que vuelven a navegar…   

El viaje de ocho mil kilómetros que completó el Escarabajo es admirable para un vehículo de tantos años. Yo sabía de su poder pero igual mi alma quedó asombrada. Mi mente se impregnó para siempre con los más bellos momentos de esta aventura. Pero me siento inútil para hacer que este original relato de viaje encuentre una editorial que le dé formato de libro. No importa. 
Nadie nos quita lo bailado. 



Cruzamos la Patagonia desde Futalaufquen a Puerto Madryn y comenzamos a subir hacia el norte recorriendo algunos pueblitos de mar. En una misma cuadra de Pehuén Co encontramos un par de construcciones alucinadas. La ferretería “El Ovni” que sorprende en una esquina con su forma de platillo volador de cemento. Y en la vereda de enfrente alguien construyó una enorme casa que reproduce todos los detalles de un buque. Yo -que vivo en una casa que flota sobre el agua- quedé fascinado al ver en ese pueblo semejante ocurrencia. Es la misma idea pero al revés: una casa sobre el agua es algo tan inesperado como un buque de ladrillos en medio de un barrio. ¿Será el mismo dueño de El Ovni quien construyó ese barco en tierra? Alguien se estuvo divirtiendo mucho en esa calle de Pehuén Co. Difícil hallar un mejor escenario para un capítulo de La Dimensión Desconocida. 

En cierto punto decidimos que era hora de acortar el camino de regreso a casa y abandonamos la costa atlántica para tomar la Ruta 3. La vía principal que va de Buenos Aires al Sur era y sigue siendo una angosta cinta asfáltica, donde la masa de aire que desplaza cada camión golpea al auto en cada cruce. A eso se sumaba la huella del tránsito pesado marcada en la superficie de la ruta. El Escarabajo viajaba en un constante zigzag bandeando la cola de un lado a otro al morder los surcos del camino. En medio de esa peligrosa danza apareció como un espejismo del campo el edificio de una estación de peaje. Decidí no exaltarme ni ponerme nervioso. Con mucha serenidad y hasta con una amable sonrisa le dije a la cajera: “Por favor levante la barrera porque no vamos a pagar. Es increíble que cobren peaje con la ruta en semejante estado. Ya sé que usted es una empleada y no tiene la culpa pero la ruta está toda rota y yo no tengo porqué aceptar mansamente que me roben.”
La chica levantó un teléfono y casi al instante recibió la orden de levantar la barrera. La estafa era tan grosera que el supervisor ya no perdía ni un segundo en discutir. De todos modos, para la empresa que tiene esa concesión es mucho más negocio dejar pasar a diez tipos de cada cien y cobrarle a los otros noventa que arreglar la ruta. Vivimos en la Argentina: un país donde los vivos se aprovechan de los buenudos.


El camino era largo bajo el sol y entramos en esa pesadez donde comienza el adormecimiento. Algo teníamos que hacer y pronto para mantenerme despierto. Se me ocurrió un juego con una divertida trampa. Como algunos de los autos que se cruzaban con nosotros nos saludaban con sus luces al ver al Escarabajo, le propuse a Flor adivinar quién nos haría luces y quién no. Lo que ella no sabía era que yo estimulaba a los que venían de frente haciéndoles señas con el cambio de luces que se controla con un botón de pie que ella no podía ver. Así cuando yo les hacía luces casi siempre me respondían y ganaba todas las apuestas. Me delató una risa incontenible y Flor por fin descubrió mi truco. Entonces pasamos a otro juego donde no podía haber engaño alguno. Teníamos que adivinar la primera letra de la patente de los autos que venían en sentido contrario. No había mucho tráfico así que el tiempo entre un auto y otro lo ocupábamos cantando cada uno su letra elegida como si fuera el canto de una hinchada. Perdí por paliza en medio de unos ataques de risa que en varios momentos casi me obligaron a detener el auto. No sé cuánto tiempo estuvimos así. Pocas veces me he reído tanto en mi vida. La modorra desapareció por completo. Manejé, manejé, manejé… y por fin llegamos a Maschwitz como a las cuatro de la mañana.

Lo que hubo después fue mucho amor pero mayor decepción. No perderé el tiempo tratando de ser justo en la narración de los hechos. En el reparto a mí me tocó el amor y a Flor el desencanto. Al volver nos enfermamos los dos, yo peor que ella. Me cuidó con un amor tan bello que no me ha dejado espacio para el olvido. Sin embargo yo entré en un pozo del que no lograba salir. Era una zona de confort matrimonial que me mantenía apartado de mi propio mundo flotante. Mi espíritu se marchita cuando no me siento libre. Cuando la sensualidad de la vida queda restringida al ámbito de la pareja. No logro entender qué tiene que ver la posesión con el amor. Para mí son cosas opuestas. Donde hay amor no puede haber celos. Cuando amo, mi misión como amante es servir a la felicidad de mi amada. No necesito exigirle exclusividad. Me hace feliz verla libre por la vida y cuanto más salvaje y desapegada la percibo en el uso de su libertad, más admiración y deseo me inspira. 




Ella estaba lista para cumplir el sueño de vivir un tiempo en Brasil y se fue a trabajar a un lugar hermoso junto al mar. Me hubiese gustado poder intercambiar algún mensaje cada tanto pero me alegra su vuelo, imaginarla en su nuevo plan de vida librada ya de muchas cosas que necesitaba dejar atrás. Aunque lamento haberme convertido en una de esas cosas.








El Proyecto Rambler seguirá su camino. Hay que terminar de restaurar una Rambler Cross Country de 1967 para cruzar el mapa de América y preparar mi velero Terrible para remontar los ríos hasta Paraguay. Los próximos relatos sumarán el formato audiovisual y transitarán el capricho de convertir la vida en un permanente hecho artístico. Nos volveremos a encontrar donde siempre, en el viaje. 



FIN..?



viernes, 3 de junio de 2016

"Para abajo, Escarabajo!" (Cap. 18) En un lugar de la refutalaufquen!

El asombro es un encendedor descartable. En un viaje de tantos miles de kilómetros, llega un momento en que se le termina el gas. ¿Cuántas veces puede uno abrir la boca y quedarse extasiado ante un paisaje? ¿Cuántos árboles soy capaz de admirar con sorpresa y emoción hasta que todo pasa a ser un bosque más? De pronto, los lagos se vuelven más o menos todos iguales; rodeados de montañas que siempre son bastante parecidas. ¿Cascotear el auto durante 40 kilómetros de ripio, para ir a ver otra cascada más? 


Y entre los estampidos de las piedras en el piso del Escarabajo y el polvo que lo cubre todo, me lleno de pensamientos vergonzantes: "¿Qué sentido tiene haber venido tan lejos? ¿No habría sido mejor quedarse en casa mirando Netflix? ¿Qué voy a encontrar aquí que justifique seguir alejándome de mi casa flotante, con mi cocinita, mi inodoro y mi ducha...?" 

Alguien nos dijo: "¡No dejen de ir a Villa Traful!" y fuimos. Otro agregó: "¡Vayan al lago Meliquina!" y también fuimos. Uno insistió con que: "¡No pueden pasar de largo sin conocer Villa La Angostura!" pero no nos dio para hacerle caso. Y varios propusieron: "Ya que están, ¿por qué no siguen hasta Tierra del Fuego?" 
Anuncios de pueblos que no se ven. La ruta como único testimonio de vida inteligente. Kilómetros patagónicos en el vacío que dejó el mar. Y el Escarabajo que va, como un caballo manso, transitando el desierto de nuestros caprichos. Alegre, distraído, sin dar muestras de que le pese el esfuerzo, él se divierte con la inocencia de un chico, corriendo una carrera con su sombra. 


Así pasamos por sitios que siempre quisimos conocer, sin que se nos moviera la aguja del amperímetro. 
De Villa Traful lo más destacable fue que llegamos por un camino de ripio que zigzagueaba en un bosque de montaña, escapando de una 4x4 de las grosas que no nos pudo alcanzar! 
Seguramente nuestro desencanto no tuvo que ver con el lugar en sí, sino con no haber podido cumplir las expectativas que teníamos. Pensábamos parar allí unos días, en un paraíso donde acampar a la vera del lago. Pero llegamos de noche. Los lugares lindos eran caros, y los accesibles, feos, de lo peor que vimos en el viaje. Luego de dar muchas vueltas, cuando se acercaba la medianoche, una familia nos dio hospedaje en un gran parque donde había un complejo de cabañas. Poco después de bajar los bártulos, y mientras nos acomodábamos prendiendo palo santo para tapar el olor a humedad que salía del baño, vimos dos carpas a unos metros de la cabaña. Eran los hijos de los dueños con sus amigos, teniendo una pijamada de sábado a la noche. Unos diez pibes que gritaban, se reían, corrían y escuchaban diferentes músicas en sus celulares. Una mirada entre los dos bastó para entender que debíamos irnos, a pesar de lo tarde que era. Nos dio un ataque de risa, y conteniéndonos golpeamos a la puerta de la casa principal para anunciar nuestra partida. Terminamos en una coqueta hostería frente al lago. Nos costó bastante más de lo que veníamos pagando en otros lugares pero dormimos en una cama king size, calentitos y sin olor a humedad. 
En el lago Meliquina hicimos un asado en el camping que es hermoso. Pero nos espantó una invasión de abejas carnívoras que nos disputaban cada bocado que intentábamos comer. Después supimos que en realidad son una especie de avispas llamadas "chaqueta amarilla". Las introdujeron desde Alemania para eliminar a los tábanos pero como aquí no tienen ningún freno, se han expandido por toda la Patagonia de Chile y Argentina. Parece que hay un plan para reducir su impacto, que consiste en importar otra especie de microavispa desde Nueva Zelanda, que es un depredador natural de la alemana. Por suerte la avispita maorí no tiene aguijón y es inofensiva para nosotros. ¿No habrá algún otro insecto que se pueda importar para que se coma a los pinos, antes de que invadan todo el Sur? Seguimos viaje. 


Otro pueblo que siempre añoraba conocer era El Bolsón. Pero no estuvimos ahí ni media hora. Lo mismo fue en Gaiman, Trevelin, Esquel, Cholila. Partes del viaje en que usamos al auto como un avión y volamos por arriba de los lugares. Miramos lo poco que se alcanza a ver desde la velocidad, sin sacar ni siquiera una foto. Los kilómetros pasan por debajo de nosotros que viajamos como dormidos. Sin duda son sitios que también tienen sus maravillas. Pero cuando uno está demasiado lleno, por más exquisito que sea el manjar que le pongan delante, no podrá incarle el diente. 


La carrera iba a terminar con las últimas luces del día, y conmigo, que ya no quería seguir manejando. Al abandonar la ruta 40 por el camino que lleva hacia el lago Epuyén, vimos un cartel que decía: "El Hoyo, Capital Nacional de la Fruta Fina". Es una zona que está plagada de rosa mosqueta, moras silvestres, frambuesas y todos los demás frutos rojos. Fuimos pasando junto a chacras que producen y venden dulces artesanales, hasta entrar en un bosque cerrado. Nos impresionó ver otra vez el tsunami de los pinos que, en su avance descontrolado, ahogan a los cipreses centenarios. Había un letrero que anunciaba un plan de recuperación de árboles nativos pero, a simple vista, ya no parecía que eso fuera posible. Al salir de la espesura del bosque, se nos abrió el pálido resplandor del lago Epuyén. En la costa de enfrente se alzaban unas montañas que me recordaron a las que yo dibujaba en mi cuaderno de clase de la primaria. Llegamos a Puerto Patriada. Unos viajeros que cruzamos a orillas del lago Puelo, nos habían recomendado venir aquí. No teníamos idea de cuán grande sería este centro turístico. Enseguida vimos que el lugar tenía mucho más de patriada que de puerto. Era un sitio de esos que fundan los pioneros, superando la adversidad de la distancia, abriendo caminos y afrontando la soledad del invierno. Un auténtico destino patagónico apartado del mundo. 


El dibujo del paisaje se iba oscureciendo y empezamos a dudar si encontraríamos alguna cabaña digna donde pasar la noche. Hacía frío y no teníamos ganas de armar la carpa. En marzo muchos hospedajes cierran, pero tuvimos suerte. Encontramos una hermosa cabañita de madera en el único sitio que vimos abierto: el campamento "Palo Quemado". Con ese nombre quizás deberíamos haber sido más prudentes y no encender nuestra cocinita en el cuarto para tostar pan. Veníamos con la urgencia del hambre y en el bosque la noche estaba demasiado fresca como para cocinar afuera. Nos armamos unos ricos tostados sin provocar ningún incendio. Con la panza llena y unos vasos de tinto, nos animamos un rato a mirar la luna sentados en el balcón. Como final de esa larga jornada, entramos a disfrutar de un delicioso postre que saboreamos en la cama y nos quedamos dormidos con el arrullo de un arroyo.  

A la mañana siguiente dejamos Palo Quemado y recorrimos la orilla del lago para verlo de día. Lo que vimos fue unas vacas, descansando en un lugar que resultaba insólito. Me habría sorprendido menos encontrarme con un plato volador. 
Nos fuimos de Puerto Patriada y, estando en la meca de los frutos rojos y los dulces artesanales, buscamos algunos para llevar de regalo a la familia. En la R40 paramos en El Monje, recorrimos la finca, donde también había manzanos y ciruelos. Hallamos un galpón donde fabrican cerveza artesanal, dimos con la casa donde cocinan y envasan los dulces y aterrizamos sobre la barra de un puestito de madera donde la vendedora desplegó los frascos abiertos de todas las variedades que producen. Como dos chicos en una fábrica de golosinas, probamos uno a uno los dulces. Cuando pensamos que ya no podríamos distinguir los sabores de tan empalagados que estábamos, descubrimos el sauco, el que más nos gustó. Son unos frutitos negros que crecen de un arbusto como en racimos. Están ahí, al alcance de la mano. Para cuando nos enteramos de que esos frutos inmaduros, sus semillas, sus hojas y su corteza pueden ser venenosos, ya habíamos comido unos cuantos. 

Un paisaje de la refutalaufquen 
El verde de aquel río me sacudió como un despertador. Vislumbré la distancia entre la palabra que nombra al color y el milagro de ver el verde de verdad. Sentí que todo lo que había visto antes en mi vida, era apenas el imaginario confuso y desteñido de un ciego. El tiempo, el camino, el vértigo, la montaña; todo se detuvo. Se instaló en nuestro viaje una quietud que parecía imposible para un planeta que se mueve a cien mil kilómetros por hora alrededor del sol. Como cuando se descubre el amor por primera vez y uno se da cuenta de que desconocía esa magnitud. De pronto, todo vuelve a tener intensidad, trascendencia. Se regresa a la virginidad del asombro. Desde entonces, el verde ya nunca volverá a ser un color. Se crea una dimensión, un estado del ser. Algo eterno e indescifrable que seguirá siendo verde después de que llegue la oscuridad. 


Entramos al Parque Nacional Los Alerces, en la provincia de Chubut, quizás el más maravilloso de todos los lugares por los que habíamos pasado. O al menos es lo que me pareció a mí. Los viajes son siempre experiencias subjetivas. Como en la física cuántica, la observación siempre es modificada por el que observa. O sea que no existe la "realidad objetiva", porque el experimento se muestra de modo cambiante, según quién sea el que mire. Lo mismo pasa con este relato: el lugar es el que existe en la vivencia que yo escribo. Pero si viene otra persona a describirlo, hablará de un sitio diferente aunque las coordenadas, el día y la hora sean idénticos. 


Llegamos a un campamento a orillas del lago Rivadavia. Ya estábamos en la segunda semana de marzo. Los turistas se habían ido pocos días antes. El paisaje, la atmósfera, el silencio, el viento, los brillos, las fragancias, no sabría decir toda la receta de semejante delicia. Respiré como alguien que nace y el aire se me mezcló adentro con el verde que acababa de descubrir en ese río. Pensé en vivir doscientos años más y supe que así sería.  


Escaneamos el espacio para elegir dónde armar la carpa. Un iglú que ya tiene un montón de veranos encima y que todavía aguanta. Es una marca para recomendar. Aunque el nombre que le pusieron siempre me pareció un chiste: "Eusebio Sport". ¡No puede ser en serio! ¡No podés llamarte "Eusebio" y usar ese nombre para una marca; y encima ponerle al lado la palabra "Sport"! Para mí que se lo pusieron en joda. Pero la carpa es buenísima! 
Acampamos bajo unos álamos centenarios que fueron plantados por el abuelo chileno del hombre que cuida y maneja el camping. Pasamos el resto de la tarde recorriendo la orilla del lago Rivadavia, poblada de añejos arrayanes silvestres en flor. Todo ese paraíso para nosotros dos solos... 
Hicimos un fogón, cenamos y nos fuimos a dormir, sabiendo que éramos la única presencia humana en ese lejano y bello rincón del planeta. 

El sabor de vivir
En mitad de la noche me despertó un ruido. Era un sonido confuso; como si alguien estuviera revolviendo algo entre las cosas que habíamos dejado fuera de la carpa. Florencia dormía profundamente y no quise despertarla. Con una mini linternita de bolsillo como única arma, salí a investigar. La noche estaba fría y una bruma que ascendía desde el lago hacía más temible el panorama. El ruido no se originaba donde estaban nuestras cosas, provenía de un sitio más apartado. Dirigí el rayo de la linternita hacia la profundidad de la noche y el tubo blanco y resplandeciente que se formó en la niebla me encandiló. El sonido se detuvo. Cuando mi vista se acostumbró al resplandor, en el otro extremo del tubo, vi el brillo de dos ojos mirándome fijamente. Sentí la adrenalina corriendo por mi sangre. Me quedé inmóvil. 
Pensé en el machete que había dejado clavado en un pedazo de tronco caído. Pero tenía que avanzar unos diez metros en dirección a esa cosa, si quería alcanzarlo. ¿Serviría de defensa frente a un animal hambriento dispuesto a atacarnos? ¿Sería capaz de usarlo? ¿Con cuánta rapidez debería actuar? 
De pronto, los ojos dejaron de mirarme. Por el momento la bestia no estaba tan interesada en mí como para abandonar ese ruidoso objeto que desgarraba. Me moví sigilosamente, sin dejar de apuntar con el rayo de luz. Cada tanto el estruendo se interrumpía, y los ojos volvían a encenderse. Entonces yo me congelaba, para que no advirtiera que me estaba acercando. Por fin tuve en mi mano la empuñadura de madera del machete. En ese lugar no había perros y era zona de pumas. Mi machete no es gran cosa, pero es el mismo que me acompaña desde que fui de campamento a Mendoza, a los 15 años. 
De repente, cuando la lógica se impuso por encima del miedo, me di cuenta de lo que estaba pasando. Durante el día había visto los rastros dejados por otros visitantes en el sector de los residuos. Me llamó la atención una botella de Coca Cola medio llena, apoyada en el suelo contra un tacho de basura. Y pensé: "¿Habrán creído que alguien va a tomar eso?" 
El ruido de plástico roto venía de aquel lugar. ¡La bestia estaba desgarrando la botella de Coca para lamer "el sabor de la felicidad"! ¿Habrá experimentado lo que "es sentir de verdad" y comprobado que "todo va mejor..."? Lo cierto es que terminó su faena y los ojos encendidos se empezaron a encaminar hacia mí. La niebla no me dejaba ver pero, al estar más cerca, distinguí el contorno de su cabeza. Lo primero que advertí fueron sus orejas, erguidas, en estado de alerta. Puntiagudas como las de un lobo. Descarté que fuera un puma. Siguió avanzando y pude ver su hocico alargado. 
Mi cuerpo se llenó de un calor desconocido. Algo ancestral o instintivo brotó de mí. Comencé a emitir un gruñido grave, como el de un monstruo. La cosa se detuvo. Mi ronquido feroz ganaba fuerza, hasta que el animal optó por alejarse en dirección al lago. Entonces se iluminó su flanco y alcancé a ver su gran cola de tapado de piel. Era un zorro que se perdió en la niebla y escapó por la playa. A lo mejor se fue en busca de una Pepsi. 


Llegó la mañana y con ellla el campamaneto apareció lleno de ovejas acompañadas por sus borregos y algunos carneros. El rebaño corría contento. Se oía un cascabel en el verde prado. No sé cómo funciona el círculo de poder de las ovejas, pero era notorio como una, que encabezaba el rebaño, iba marcando hasta dónde se podía comer y hasta dónde no. Ninguna osaba sobrepasar a la líder para devorar las pasturas más espesas. Era como si esperaran la orden para atreverse a avanzar. Dicen que las ovejas tienen una inteligencia notable dentro del reino animal, y también sentimientos. Pero ninguna se dejó acariciar. 
Esa visita, esa invasión de lana, fue un anuncio del otoño. Era hora de volver hacia el norte, de regresar a casa. El cielo se puso oscuro y el aire se llenó de olor a lluvia. Desarmamos la carpa y volvimos a acomodar todo en el Escarabajo. Ya teníamos un entrenamiento profesional y sabíamos dónde iba cada cosa. Al partir comenzó a chispear. 
Nos dio pena no haber tenido tiempo ni energía para conocer el bosque de alerces milenarios, el tesoro mejor guardado del parque. Su nombre mapuche es "lahuán" que significa "abuelo, el que guarda toda la sabiduría". Nos había contado un guardaparque: el "abuelo" más impactante de ese alerzal tiene 57 metros de altura, 2,20 metros de diámetro y 2.600 años de vida. Sin embargo, pasamos de largo junto al cartel que indicaba el sendero para llegar a verlo. Si están allí desde hace miles de años, seguramente podrán esperar a que volvamos en otra oportunidad. 



Se había largado una nueva etapa de la carrera. Pero todavía nos dio para hacernos un almuerzo a orillas del lago Futalaufquen; tal vez el lugar más impactante de todo el viaje. 

Dormí sobre las piedras de la playa una de mis siestas de 10 minutos, en las que logro soñar y descansar profundamente. 
Visitamos de paso, en el Lago Verde, una hostería que fue el edificio más bello y refinado que vimos en todo el Sur. Algo sólo comparable al Llao Llao y a la gran hostería de Villa Futalaufquen, -ambos del gran arquitecto Bustillo-. Pero este otro proyecto era de diseño moderno. 




Lanzados otra vez a la velocidad del camino, fuimos a ver la maravillosa hostería de Bustillo sobre la costa Oeste del Futalaufquen. Ese fue el broche de oro. Ya no nos entraba más belleza en el cuerpo. 


Ahora solo era cuestión de cruzar la Patagonia hacia el Este y volver a casa bordeando el Atlántico. Así, cada tanto, podríamos detenernos a mirar el horizonte de nuestro mar. A partir de aquí se nos rompía la rima. El Escarabajo dejaba de ir para abajo. 




Continuará... (Epílogo) "Para arriba, Escarabajo!" 



 

viernes, 20 de mayo de 2016

"Para abajo, Escarabajo" (Cap. 17) Cabeza de ballena


Los pescadores pierden el norte sumergidos en la espesa bruma que brota del horizonte. Esa que deja a la inmensidad del mar sumida en una oscuridad blanca. A pesar de haberla navegado incontables veces aún enceguece a los marineros. La adrenalina corre por sus cuerpos como la primera vez. Aunque aprendieron a dominarla, a dejarse estar, porque saben que pronto se desvanecerá. La neblina no se detiene hasta bien entrada en la costa, y dar al pueblo un aire fantasmal. Un efecto que puede producirse tanto al mediodía como en plena noche. La villa se llama Niebla. Está ubicada en Chile, a 17 kilómetros de Valdivia, sobre la costa del Pacífico. Hace un tiempo un amigo me habló de ese lugar y me enamoré del nombre. Prometía ser encantador. 


Mientras Fabiola controla al personal y se hace cargo de los proveedores que entran y salen con cajones de verduras y de pescado fresco, Robinson mantiene una reunión con un grupo de hombres en el salón del restaurant. Piensan en una estrategia para descargar los 300 kilos de salmones que tienen en la parte trasera de una camioneta. Aquarius está en Los Molinos – a pocos kilómetros de Niebla- y se especializa en pescados y mariscos. Construido en madera, con grandes ventanales que dan al mar, manteles a cuadros, redes colgadas de los techos y fotografías de Víctor Jara vistiendo las paredes, es un típico bodegón de puerto. De los que abren a las 12 y dan de comer durante toda la tarde. Sin embargo, nosotros  no entramos allí atraídos por su fisonomía o por los platos de mar, sino por el sticker de Visa pegado en la puerta.

Rumbo oeste
El día anterior habíamos amanecido en San Martín de los Andes con la ilusión de comenzar el camino de los 7 lagos. Pasamos la noche en el simpático hostel Sherpa, cocinando en comunidad, intercambiando datos con otros viajeros y paseando por la ciudad. A la mañana, mientras preparábamos el equipaje y estudiábamos los mapas tratando de decidir hacia dónde apuntaríamos, nos dio uno de esos malos humores repentinos que cambian el estado de ánimo de las personas sin ninguna razón. Creí que posiblemente tendríamos sobredosis de lagos y montañas, y lo que necesitábamos era un cambio de aire. Suena raro y hasta desagradecido, pero la belleza también empalaga. Estando tan cerca, era una buena oportunidad para conocer Niebla… En algún momento habíamos barajado la posibilidad de cruzar la frontera, pero todavía no había convencido a Anibal por completo. No me costó mucho, fue más su docilidad que mi poder de persuasión. Googleamos el paso más cercano y nos decidimos por Mamuil Malal.

Como era domingo, no pudimos cambiar plata, pero no nos hicimos demasiado problema. Tampoco investigamos exhaustivamente los caminos que debíamos seguir ni definimos el recorrido. Sin apuro. Simplemente cargamos las cosas y después del mediodía salimos otra vez a la ruta. Retrocedimos sobre nuestros pasos hacia Junín de los Andes –habíamos pasado el día anterior- y nos internamos en el Parque Nacional Lanín. Nuevamente nos cautivaron las milenarias araucarias, y lo más impactante, el majestuoso volcán con su cima nevada. Mirando hacia un lado y hacia el otro, abriendo grandes los ojos para absorber cada imagen, divisamos un pequeño cartel que señalaba un desvío. Decía: “Tromen”, y marcaba una flechita hacia la derecha.
Salimos de la ruta nacional 60, con las piedras que nos taladraban los pies a través del piso del Escarabajo, e ingresamos a un caminito encantado en el que las copas de los árboles formaban un túnel. Unos metros más adelante se abrió un gran espejo de agua azul, encajonado entre bosques y montañas. Era el lago Tromen. Sorpresivo, maravilloso. Comentamos algo que ya es habitual entre nosotros: “Todo nos sale bien”.
Jugamos a los equilibristas sobre los troncos caídos en el agua. Caminamos por la playa tratando de descifrar el interior de una rama de un bambú seca que crece silvestre en toda la zona, parecía de madera maciza. 


Llegamos a la aduana argentina e hicimos los trámites en un santiamén. Aunque nos demoró un poco la empleada de la Afip, quien nos empezó a hablar sobre los requisitos para traer productos electrónicos desde Chile. Cuando le dijimos que no pensábamos comprar nada, se empecinó en hacer una comparativa de precios resaltando las ventajas de adquirir Smart Tv´s, computadoras y celulares en el país vecino. Parecía una agente infiltrada del Ministerio de Economía, Fomento y Turismo chileno.
Masticando los últimos víveres de nuestra heladerita- alacena, no porque tuviéramos hambre sino para que no nos los decomisaran los carabineros, cruzamos la frontera. Nos recibió una autopista asfaltada, lisa, limpia y recién pintada.  

Ni un solo peso chileno
Cambiar de país entre distancias tan cortas, y percibir que las cosas son distintas, es lo mismo que ocurre con el olor de la piel de los seres humanos. Incluso conviviendo en un radio de pocos metros, el de algunos es cautivador, el de otros repulsivo. Este resultaba seductor. No solo por sus rutas inmaculadas, las granjas con animales pastando en las colinas, la selva valdiviana, y los ríos desplazándose tranquilos. También por la gente a la que le pedíamos indicaciones y a quienes yo no les entendía un pomo. El “po”, al cual mutan los “pues” de los chilenos, los convertía en la sílaba final de los lugares que nos mencionaban. Así convertía, por ejemplo, “Pucón” en “Pucónpo”. Fue otro de los juegos que nos mantuvieron despiertos durante las horas en la ruta, como la confección del “Escarargot”. Una tarea que nos demandó forzar y exigir al máximo la capacidad creativa de nuestro intelecto.

Domingo al atardecer. Fue un momento desatinado para tomar una ruta con características de tránsito parecidas a las de la Panamericana. Sobre todo en un camino que bordea el lago Villarrica, y uno de los balnearios más exclusivos del país. Ese que yo pronunciaba con un “po” al final. Tampoco pensábamos que la costa del Pacífico estaba a más de 300 kilómetros de la frontera, habíamos calculado unos ciento y pico. Cuando cayó el sol y los campos se convirtieron en ciudades y las autopistas en calles atestadas de automóviles, nos dimos cuenta de que esa noche no íbamos a llegar al mar. Pernoctamos en Villarrica, en una hostería sencilla despojada de todo tipo de confort. Una casa vieja de maderas crujientes, con pasillos largos y escaleras endebles, a la que le faltaba calor. Con los primeros rayos de sol saltamos de la cama y salimos en busca de un desayuno. Nos costó encontrar un bar abierto donde el café no fuera instantáneo, pero lo conseguimos en el centro de la ciudad. Lo que no logramos fue hacernos de billetes chilenos. El cambio que nos ofrecían era muy desfavorable, así que continuamos el viaje muñidos de la tarjeta de crédito. Pagar el estacionamiento en la calle se complicó bastante, pero nos aceptaron pesos argentinos.

Cerca del mediodía, entre bocinazos y embotellamientos por fin atravesamos Valdivia, la ciudad cabecera de la Región de los Ríos. La cercanía a la playa nos excitó. Llegamos a Niebla a la hora del almuerzo y nos ilusionamos con un lindo chiringuito sobre la playa. Durante este primer intento nos enteramos de que los comercios de la zona no trabajan con Visa, solo efectivo. “Allá arriba hay un restaurant en el que quizás sí les acepten”, informó la dueña señalando el camino zigzagueante y en ascenso, con los cerros cubiertos de vegetación a un lado. Sobre el otro el mar turquesa, con penínsulas y bahías donde amarran barquitos de pescadores. Las moras silvestres plagadas de frutos a punto crecían como maleza por doquier. Detuvimos el auto varias veces para cortar algunos y probarlos, eran deliciosos.      

Nunca encontramos el “restaurant de allá arriba”, pero llegamos a Los Molinos, entramos a Aquarius y conocimos a Fabiola, Robinson y a toda su troupe. La primera intención fue comer, y así lo hicimos: locos, lenguado con una salsa de mil mariscos y cerveza artesanal. Cambiamos de mesa varias veces hasta lograr lo que queríamos: la más cercana al mar. Durante las horas que pasamos embobados con esa atmósfera, diseñamos nuestro plan. 

Le preguntaríamos al mozo si por casualidad no conocía un sitio dónde alojarnos en el que pudiéramos pagar con tarjeta. Seguramente nos iba a decir que la patrona contaba con una cabaña en alquiler, y que no habría problema en que pagáramos comidas y hospedaje en la misma cuenta. Como en un all- inclusive, pero al estilo criollo.

Todo salió tal cual lo imaginamos. Inmediatamente se produjo un efecto dominó de respuestas positivas. Al rato se acercó Robinson, un hombre robusto, de ojos claros, la piel curtida por el sol, y bastante ampuloso en su manera de hablar. Sostenía una notebook entre sus manos y nos mostró las fotos de la casa que tiene en Loncoyen –que en mapuche quiere decir “cabeza de ballena”- y que se encuentra todavía un poco más arriba, sobre el camino que bordea la costa. 


Anaranjadas puestas de sol en el horizonte marino, un enorme deck exterior por debajo del cual cae una pendiente selvática hacia la playa y una cabaña con muchas más habitaciones de las que necesitábamos. No entendimos si nos estaba haciendo una broma o si de verdad esa era la casa que alquilaba. 



Mar de fondo
Ese hombre amigable nos guió hasta el lugar. No nos dio las llaves en mano, las colocó en la cerradura, y se desentendió. Sus ayudantes esperaban que él dictara las órdenes para comenzar a descargar los salmones de la camioneta. Arriba de una gran mesa dispuesta al aire libre ubicaron uno a uno los pescados. En un primer momento hicimos los comentarios típicos: “¡Qué bárbaro!” “¡Qué grandes!” “¡Qué cantidad!”. Al decir: “¡Qué lindos!” ya no pudimos soportar el espectáculo de ver cómo les cortaban las cabezas y se desangraban.
El orgullo con que los pescadores exhibían a sus presas resultaba chocante, con lo cuestionada que está en Chile la industria salmonera. Los grandes criaderos, como Marine Harvest entre muchos otros, están aniquilando la vida marina. Contaminándolo todo con peligrosos virus y enfermedades que una vez que ingresan al medio acuático es casi imposible de recuperar. Atiborran a los peces con antibióticos y antibacterianos para protegerlos de pestes como el ISA, el SRS y el Piojo de Mar. Sin embargo, a pesar de esto, muchas veces se producen brotes y esos animales contaminados son sacados de las jaulas donde los crían hacinados y arrojados al mar en estado de putrefacción. De hecho, a principios de marzo, habían sido descartadas por las salmoneras 4.000 toneladas de pescado. 


Hoy el país atraviesa una seria catástrofe ambiental, la marea roja. Un fenómeno que se da a partir de una excesiva proliferación de microalgas con elevadas concentraciones de toxinas. Éstas contaminan a los mariscos que si son consumidos pueden llegar a causar la muerte. Algunos culpan a El Niño por la marea roja, otros a los desechos de las salmoneras. Opiniones encontradas ante las cuales es fácil advertir quiénes defienden intereses económicos y quiénes intentan proteger a la naturaleza.

La guarida que acabábamos de conseguir estaba a unos pocos metros de la casa principal, donde vive la familia dueña del restaurant. En Loncoyen nuestra cotidianidad transcurre a deshoras, cuando el antojo llega, ni antes ni después. Computadoras, teléfonos, el mate, la comida y los libros se acomodan en el sillón hamaca. Ahí hacemos nido. 

Con la llegada de la niebla no nos vemos ni las caras, al rato se despeja. Nos causa gracia lo que acaba de ocurrir y dedicamos el tiempo siguiente a elucubrar teorías. Cualquiera puede ser tanto acertada como completamente errónea. No importa. 
Escribimos, cocinamos, hacemos una expedición hasta la playa, nos encontramos unas vacas retozando, islotes de algas y caracoles violeta. 

Anibal intenta dibujar en la arena. Quiere escribir una frase larguísima al filo de las olas, con la marea en subida. Cuando está por llegar al final aparece una ráfaga de espuma blanca y borra todo. Aunque tanta tenacidad lo lleva al éxito. El agua está fría como un témpano. Los pies se nos congelan. Una milésima de segundo en el que comprendemos que zambullirnos en estas olas permanecerá perpetuamente en el plano de las expresiones de deseo.

Presenciar el descuartizamiento de los salmones nos había dejado un tanto acongojados. Nos preguntábamos qué sentirían esos hombres al atraparlos. Si sabrían el deterioro que eso significa para la especie, o si vaciar los mares groseramente para llenarse los bolsillos les remordería la consciencia.
Entre comentarios superfluos que tenían que ver con el clima e indicaciones de rutas, una tarde Robinson se sinceró con Anibal (a quien no le cuesta nada hacer hablar hasta a las piedras). Le contó sobre las suculentas ganancias que reporta la venta de salmones, y cómo son las travesías que realiza con los pescadores a un lugar preciso, donde un río se choca contra el mar. El sinceramiento se dio cuando admitió que hay noches en las que no puede pegar un ojo pensando en el daño que ocasiona al ecosistema marítimo. 
Sin embargo, nosotros, que desde ese momento no dejamos de pensar y de investigar sobre el tema, llegamos a la conclusión de que Robinson le está haciendo un favor al entorno natural. El salmón no es una especie autóctona, fue introducida desde Alemania en 1903. A partir de esos huevos incubados, Chile hoy se ubica en el segundo puesto de exportación de carne de salmónido. Produce un tercio del consumo mundial y mueve millones y millones de dólares al año. Se reprodujeron descontroladamente, transformándose en temerosos depredadores de la fauna acuática local. Así que no sabemos si la pesca artesanal de Robinson se debe condenar o promover.

Más que pescador, este hombre se considera un excelente empresario, de esos que transforman el polvo en oro. Tiene una visión bastante particular sobre cómo lograr el éxito: tratando a sus empleados como si fueran de la familia. Sostiene que es importante comer todos en la misma mesa, ayudarse con los problemas personales y asociarse en emprendimientos paralelos que los favorezcan a todos por igual. También hay una cofradía entre las mujeres, ninguna se queda sola cuando los hombres salen a la mar. 

Esto pude comprobarlo una de esas noches en la cabaña cuando se acabó la garrafa justo al momento de entrar a la ducha. Le golpeé la puerta a Fabiola en la casa de al lado y le expliqué la situación. Ya no había nada que pudiéramos hacer a esa hora, así que me permitió ducharme en su baño. A pesar de que intenté pasar desapercibida y hacer el trámite rápido para no molestar, no pude evitar espiar lo que ocurría en el living, donde había un clima de distensión. Las camareras del restaurant estaban entregadas a las manos mágicas de un peluquero que les arreglaba el pelo. Un chico con un look muy estrafalario, vestido como si fuera un clown, con botitas rojas de lona, pantalón amarillo apretadísimo, una remera a rayas y un gorro enorme. Muy atentos miraban la novela en una pantalla de catorce mil pulgadas entre ruleros, planchitas y tinturas. La que picoteaba maníes descansaba en la cama matrimonial. La vi porque la puerta del cuarto estaba entreabierta, se reía de las cosas que decían en el otro ambiente. Fabiola y una amiga se dedicaban a la costura, mientras una hilvanaba retazos de tela, la otra los cosía en la máquina.  El día de trabajo había terminado con la despedida del último comensal; el próximo llegaría mañana, era hora de relajar, con las olas del mar rugiendo en la playa, unos cientos de metros más abajo. El verano pronto se acabaría. Llegaría el invierno con sus lluvias potentes e interminables, las que mantienen vivo el esplendor de la selva fría valdiviana.

Hasta pronto, vecinos!  
Después de cinco días en territorio chileno, dejamos de posponer la partida. Nos despedimos del océano Pacífico sabiendo que pronto encararíamos hacia el Atlántico, y averiguamos cómo desandar nuestros pasos para cruzar la frontera por un camino distinto al que habíamos venido. 


Encaramos hacia el lago Panguipulli, con destino final Puerto Fuy. Desde allí cruzaríamos en una barcaza que atraviesa el lago Pirihueico acercándonos bastante al límite con Argentina.
Llegamos al puerto dos horas antes de la partida del pontón. Del bar donde nos sentamos a tomar algo nos espantó una invasión de avispas. No era la primera vez. Ya habíamos presenciado, en varios lugares tanto de Argentina como de Chile, avalanchas de avispas que, al mejor estilo moscas, se nos pegaban a la piel, nos zumbaban en los oídos y se posaban sobre la comida. Son las “chaqueta amarilla”, una variedad que entre el fin del verano y principio del otoño se torna insoportable, sobre todo para quienes disfrutar de un rato al aire libre. Otra especie introducida que no tiene depredadores y que cada vez se expande por más zonas descontroladamente.  


El Escarabajo se subió a la barca. Solo lo acompañó un vehículo más. La navegación transcurrió con el sol cayendo detrás de las montañas, iluminando de a ratos los árboles que cubrían las laderas, desvelando playas escondidas, sobre el agua verde como una esmeralda. Desembarcamos en la costa de enfrente. Entrada la noche atravesamos el paso Hua Hum y tomamos el camino de tierra en medio del bosque. De nuevo el ripio, las piedras atronando sobre el auto, la noche cerrada y la incógnita de no saber qué habría alrededor. Como brújula, el cielo completamente estrellado y un sendero que llegaba hasta lo que daban las débiles luces del Volkswagen.


Como ya conté anteriormente, al llegar a San Martín de los Andes, el auto se paró. Fue capaz de alcanzarnos hasta una cuadra antes de una estación de servicio, estaba sin una gota de nafta. Lo que no había contado es que, en esa misma cuadra, antes de salir, habíamos dejado un tesoro escondido. En una vereda cualquiera, debajo de una piedra y protegido del agua. Una semana después, aún nos esperaba allí. La flor sagrada, intacta. 
















Continuará... (Cap. 18) En un lugar de la refutalaufquen