miércoles, 2 de marzo de 2016

"Para abajo, Escarabajo!" (Cap. 10) Mejor no pino


Manzano Amargo queda en el norte neuquino, a un poco más de 500 kilómetros de la capital provincial. Es un poblado rodeado de montañas, algunas más antiguas que la formación de la Cordillera de los Andes, atravesado por el pedregoso río Neuquén, que aquí es calmo y de aguas transparentes. Una zona con una gran riqueza natural que abarca arroyos, termas, cascadas y riachos con el agua tan clara que se ve el fondo. 

Llegamos al pueblo un viernes ni bien caído el sol, después de haber acampado dos noches a la vera de la laguna Superior de Epu Lauquen. Pasamos por Las Ovejas para cargar nafta, comprar provisiones, e intentar captar señal de celular para avisar que estábamos sanos y salvos. Si bien el plan desde el principio era llegar hasta Manzano Amargo –estamos en la búsqueda de lugares que se alejen de los circuitos turísticos tradicionales-, el hecho de enterarnos de que en el pueblo había fin de semana de fiesta –la del pino- nos hizo tomar el último aliento para hacer los 38 kilómetros finales por camino de ripio, curvas y contracurvas, a la hora del anochecer. Por suerte, nos acompañaba la luna casi llena, y la oscuridad no se hizo tan intensa. No sabíamos con qué nos íbamos a encontrar, pero si solo hubiera sido por recorrer ese maravilloso camino, habría valido la pena. 


Averiguamos por alojamientos tocando puertas y preguntando. No era un buen momento, la oferta aquí es demasiado escasa y la demanda abundante en un fin de semana tan especial. Eso generalmente no nos preocupa porque tenemos la carpa, pero la habíamos desarmado unas horas antes y estábamos cansados. Necesitábamos darnos una buena ducha,  y electricidad para cargar celulares y computadoras. El antiguo Escarabajo no nos permite enchufar los teléfonos para darle vida a las baterías. Y la verdad es que estar tan desconectado, es como si el mundo siguiera andando y uno se bajara. Se siente un gran vacío, un inmenso silencio. Llevábamos días así.

Pero si de estar conectados se trataba, habíamos errado el rumbo. Aquí no hay señal de celular, Internet no existe más que en una esquina donde a duras penas es posible captarla a través del programa Argentina Conectada, y solo hay un teléfono fijo en todo el pueblo que funciona a veces. “Mañana nos vamos”, pensamos. Sin embargo, esta será nuestra tercera noche en el pueblo del pasado, algo nos retuvo. No sabemos qué. 

Dimos con Edgar, un señor muy amable, oriundo de Buenos Aires, que cuenta con dos cabañas de alquiler en lo alto de la montaña. Nos guió hasta la alpina. La casita de madera nos recibió cálidamente, bien equipada, ¡con horno!, limpia y con un cómodo baño. Edgar nos dio la llave, dejamos todo adentro del auto y fuimos hasta el predio de la Fiesta del Pino. Un descampado vallado donde se habían instalado algunos “puestos de artesanías regionales”, que parecían compradas al por mayor en el Once, y un escenario donde iban a presentarse varios artistas. Es verdad que no teníamos demasiado entusiasmo al respecto, sí una fuerte curiosidad. Pero, sobre todo, ¡hambre! Nos aseguraron que en los puestos gastronómicos comeríamos bien. “Sí, pasen, den la vuelta que al fondo hay de todo”, nos dijo una mujer antes de cobrarnos la entrada. Lo que no nos explicó es que a las 11 de la noche “todo” estaba en pañales, y que los puestos todavía no habían siquiera desembalado sus mercaderías. La música que se escuchaba desde afuera, y que supusimos que se trataba de un show en vivo, era una grabación donde cantaba una mujer diciendo extrañas vulgaridades. Dos forasteros entre lugareños con facones, policías en la puerta y el alcohol que había empezado a correr antes que la comida, hizo que saliéramos cabizbajos.  

Fuimos en busca del único cartel en el pueblo que decía “comedor”. Cuando finalmente lo encontramos, en una calle bien escondida, costó mucho entender qué había para comer mediante el lenguaje oral que la señora que nos atendió intentaba transmitirnos. Por estos pagos no entregan cartas para poder ver opciones y precios: se come lo que hay y se paga según la cara del cliente… No puedo describir los sucesos de esa noche porque Anibal no me deja, dice que si lo hago es como si me estuviera burlando de la gente. Esa no es la intención de este blog, por supuesto que tampoco la mía, aunque creo que las cosas hay que contarlas tal como son. Pero esta vez me voy a callar, para evitar tener que defender mis puntos de vista con demasiadas argumentaciones. Solo voy a contar que Directv sí llega al pueblo y que esa noche la pantalla sintonizaba Canal 13. Transmitían un programa en el que las personas llevan a sus perritos a derribar bolos de Bowling. Mareadas y desorientadas, las indefensas mascotas intentan guiarse por los gritos de sus amos para atravesar un angosto pasadizo lleno de agua hasta encontrar la salida. De esta manera, esos codiciosos seres humanos que llevan a sus canes a la peluquería semanalmente, tendrían la posibilidad de ganarse una Smart TV. Me pregunté si no sería mejor, ya que acá están tan desconectados de lo que pasa en el mundo exterior, que ni siquiera llegara la televisión. 


Tiempo detenido
Hasta la década del `70, en los alrededores de Manzano Amargo había familias que vivían en cuevas dentro de las montañas, llamadas chenques. Todavía se pueden ver. Habitaciones de piedra de 8 metros de largo por 10 de alto donde soportaban inviernos de hasta 20 grados bajo cero. Actualmente, sus 800 habitantes no viven en cuevas sino en casas que generalmente son construidas en adobe por los propios moradores. Pero, según nos contaron Edgar y su mujer, Susana, siguen siendo grandes habitaciones compartidas con una salamandra en el medio que sirve de cocina y de calefacción.

Aquí no hay médicos, solo un enfermero que cura tanto ovejas como humanos. La mayor parte de la gente cursó hasta séptimo grado y algunos pocos llegaron hasta segundo año, lo máximo a lo que se puede aspirar en el pueblo. Cada uno tiene su huerta y sus chivos, algunos almacenes proveen de lo básico y así se alimentan. Es muy difícil traer cosas hasta este sitio apartado, por lo tanto todo resulta sorprendentemente caro. Tampoco llegan diarios ni revistas y la radio suele ser chilena. 

Las plantaciones de pinos -que nada tienen que ver con la flora autóctona y que transforman el paisaje en algo parecido a Cánada- se extienden interminables por las laderas de las montañas. Mientras tanto, las especies nativas como los ñires, entre tantas otras, están desapareciendo. Pero lo más impresionante es ver como debajo de esos árboles se acumulan espesas alfombras de pinocha y piñas. El combustible perfecto para que con una sola chispa el lugar se convierta en una hoguera incontrolable. No se preocuparon por construir corta fuegos para proteger las casas, lo que hace suponer que en cualquier momento el pueblo podría pasar de llamarse Manzano Amargo a Manzana Asada. Alguien vio el negocio, y nadie lo impidió. Recién ahora, después de 30 años de plantar tantos pinos que hasta tienen su propia fiesta, se están dando cuenta de que no es una variedad apropiada para el lugar. La inmensa belleza natural ha sido cambiada, a cambio de nada. 

Mañana partimos, y no sabemos qué llevarnos de acá. Hay dos cosas para elegir, el paisaje natural y el humano. Ser indiferente al susurro del río que en este momento llega a mis oídos, o al sol iluminando con sus últimos rayos los picos de las montañas –donde en algunos se ve nieve y hasta un glaciar- sería de necia. Hablar sobre la gente del lugar, sin haber compartido más tiempo con ellos como para conocerlos y entenderlos en profundidad, también. Personalmente me llevo una mezcla de ambas cosas y agradezco estos días en un lugar al que quizás nunca vuelva. 

A unas horas de partir entendimos qué nos retuvo. Fue la hospitalidad de Edgar y de Susana, que pensaron e hicieron realidad unas confortables casitas para gente como nosotros, que viaja sin plan y a veces necesita detenerse. 
Ellos se encargaron de llevarnos en su camioneta a recorrer los alrededores y caminando subimos hasta La Fragua, una cascada que cae con fuerza desde lo alto de la montaña. También compartimos una profunda charla sentados bajo un árbol, sobre la hierba y las piedras, con vista al cielo azul y el sol. Gracias a esa amorosa pareja, el Manzano Amargo nos dejó un sabor dulce. 





















Continuará... (Cap. 11) Epu Lauquen, Chos Malal; ¡llegamos a la Patagonia!  

No hay comentarios.:

Publicar un comentario