Manzano Amargo queda en el norte
neuquino, a un poco más de 500 kilómetros de la capital provincial. Es un poblado
rodeado de montañas, algunas más antiguas que la formación de la Cordillera de
los Andes, atravesado por el pedregoso río Neuquén, que aquí es calmo y de
aguas transparentes. Una zona con una gran riqueza natural que abarca arroyos,
termas, cascadas y riachos con el agua tan clara que se ve el fondo.
Llegamos al pueblo un viernes ni bien
caído el sol, después de haber acampado dos noches a la vera de la laguna
Superior de Epu Lauquen. Pasamos por Las Ovejas para cargar nafta, comprar
provisiones, e intentar captar señal de celular para avisar que estábamos sanos
y salvos. Si bien el plan desde el principio era llegar hasta Manzano Amargo
–estamos en la búsqueda de lugares que se alejen de los circuitos turísticos
tradicionales-, el hecho de enterarnos de que en el pueblo había fin de semana
de fiesta –la del pino- nos hizo tomar el último aliento para hacer los 38
kilómetros finales por camino de ripio, curvas y contracurvas, a la hora del
anochecer. Por suerte, nos acompañaba la luna casi llena, y la oscuridad no se
hizo tan intensa. No sabíamos con qué nos íbamos a encontrar, pero si solo
hubiera sido por recorrer ese maravilloso camino, habría valido la pena.
Averiguamos por alojamientos tocando puertas
y preguntando. No era un buen momento, la oferta aquí es demasiado escasa y la
demanda abundante en un fin de semana tan especial. Eso generalmente no nos
preocupa porque tenemos la carpa, pero la habíamos desarmado unas horas antes y
estábamos cansados. Necesitábamos darnos una buena ducha, y electricidad para cargar celulares y computadoras.
El antiguo Escarabajo no nos permite enchufar los teléfonos para darle vida a
las baterías. Y la verdad es que estar tan desconectado, es como si el mundo
siguiera andando y uno se bajara. Se siente un gran vacío, un inmenso silencio.
Llevábamos días así.
Pero si de estar conectados se
trataba, habíamos errado el rumbo. Aquí no hay señal de celular, Internet no
existe más que en una esquina donde a duras penas es posible captarla a través
del programa Argentina Conectada, y solo hay un teléfono fijo en todo el pueblo
que funciona a veces. “Mañana nos vamos”, pensamos. Sin embargo, esta será
nuestra tercera noche en el pueblo del pasado, algo nos retuvo. No sabemos qué.
Dimos con Edgar, un señor muy amable,
oriundo de Buenos Aires, que cuenta con dos cabañas de alquiler en lo alto de
la montaña. Nos guió hasta la alpina. La casita de madera nos recibió cálidamente,
bien equipada, ¡con horno!, limpia y con un cómodo baño. Edgar nos dio la
llave, dejamos todo adentro del auto y fuimos hasta el predio de la Fiesta del
Pino. Un descampado vallado donde se habían instalado algunos “puestos de
artesanías regionales”, que parecían compradas al por mayor en el Once, y un
escenario donde iban a presentarse varios artistas. Es verdad que no teníamos
demasiado entusiasmo al respecto, sí una fuerte curiosidad. Pero, sobre todo,
¡hambre! Nos aseguraron que en los puestos gastronómicos comeríamos bien. “Sí,
pasen, den la vuelta que al fondo hay de todo”, nos dijo una mujer antes de
cobrarnos la entrada. Lo que no nos explicó es que a las 11 de la noche “todo”
estaba en pañales, y que los puestos todavía no habían siquiera desembalado sus
mercaderías. La música que se escuchaba desde afuera, y que supusimos que se
trataba de un show en vivo, era una grabación donde cantaba una mujer diciendo
extrañas vulgaridades. Dos forasteros entre lugareños con facones, policías en
la puerta y el alcohol que había empezado a correr antes que la comida, hizo
que saliéramos cabizbajos.
Fuimos en busca del único cartel en el
pueblo que decía “comedor”. Cuando finalmente lo encontramos, en una calle bien
escondida, costó mucho entender qué había para comer mediante el lenguaje oral
que la señora que nos atendió intentaba transmitirnos. Por estos pagos no
entregan cartas para poder ver opciones y precios: se come lo que hay y se paga
según la cara del cliente… No puedo describir los sucesos de esa noche porque
Anibal no me deja, dice que si lo hago es como si me estuviera burlando de la
gente. Esa no es la intención de este blog, por supuesto que tampoco la mía,
aunque creo que las cosas hay que contarlas tal como son. Pero esta vez me voy
a callar, para evitar tener que defender mis puntos de vista con demasiadas
argumentaciones. Solo voy a contar que Directv sí llega al pueblo y que esa noche
la pantalla sintonizaba Canal 13. Transmitían un programa en el que las personas
llevan a sus perritos a derribar bolos de Bowling. Mareadas y desorientadas, las
indefensas mascotas intentan guiarse por los gritos de sus amos para atravesar un
angosto pasadizo lleno de agua hasta encontrar la salida. De esta manera, esos codiciosos
seres humanos que llevan a sus canes a la peluquería semanalmente, tendrían la
posibilidad de ganarse una Smart TV. Me pregunté si no sería mejor, ya que acá
están tan desconectados de lo que pasa en el mundo exterior, que ni siquiera
llegara la televisión.
Tiempo
detenido
Hasta la década del `70, en los
alrededores de Manzano Amargo había familias que vivían en cuevas dentro de las
montañas, llamadas chenques. Todavía se pueden ver. Habitaciones de piedra de 8
metros de largo por 10 de alto donde soportaban inviernos de hasta 20 grados
bajo cero. Actualmente, sus 800 habitantes no viven en cuevas sino en casas que
generalmente son construidas en adobe por los propios moradores. Pero, según
nos contaron Edgar y su mujer, Susana, siguen siendo grandes habitaciones
compartidas con una salamandra en el medio que sirve de cocina y de calefacción.
Aquí no hay médicos, solo un enfermero
que cura tanto ovejas como humanos. La mayor parte de la gente cursó hasta
séptimo grado y algunos pocos llegaron hasta segundo año, lo máximo a lo que se
puede aspirar en el pueblo. Cada uno tiene su huerta y sus chivos, algunos
almacenes proveen de lo básico y así se alimentan. Es muy difícil traer cosas
hasta este sitio apartado, por lo tanto todo resulta sorprendentemente caro. Tampoco
llegan diarios ni revistas y la radio suele ser chilena.
Las plantaciones de pinos -que nada
tienen que ver con la flora autóctona y que transforman el paisaje en algo parecido
a Cánada- se extienden interminables por las laderas de las montañas. Mientras
tanto, las especies nativas como los ñires, entre tantas otras, están
desapareciendo. Pero lo más impresionante es ver como debajo de esos árboles se
acumulan espesas alfombras de pinocha y piñas. El combustible perfecto para que
con una sola chispa el lugar se convierta en una hoguera incontrolable. No se
preocuparon por construir corta fuegos para proteger las casas, lo que hace
suponer que en cualquier momento el pueblo podría pasar de llamarse Manzano Amargo
a Manzana Asada. Alguien vio el negocio, y nadie lo impidió. Recién ahora,
después de 30 años de plantar tantos pinos que hasta tienen su propia fiesta,
se están dando cuenta de que no es una variedad apropiada para el lugar. La
inmensa belleza natural ha sido cambiada, a cambio de nada.
Mañana partimos, y no sabemos qué
llevarnos de acá. Hay dos cosas para elegir, el paisaje natural y el humano. Ser
indiferente al susurro del río que en este momento llega a mis oídos, o al sol
iluminando con sus últimos rayos los picos de las montañas –donde en algunos se
ve nieve y hasta un glaciar- sería de necia. Hablar sobre la gente del lugar, sin haber compartido más tiempo con ellos como para conocerlos y
entenderlos en profundidad, también. Personalmente me llevo una mezcla de ambas cosas y agradezco estos días en un lugar al que quizás nunca vuelva.
A
unas horas de partir entendimos qué nos retuvo. Fue la hospitalidad de Edgar y de
Susana, que pensaron e hicieron realidad unas confortables casitas para gente
como nosotros, que viaja sin plan y a veces necesita detenerse.
Ellos se
encargaron de llevarnos en su camioneta a recorrer los alrededores y caminando
subimos hasta La Fragua, una cascada que cae con fuerza desde lo alto de la
montaña. También compartimos una profunda charla sentados bajo un árbol, sobre
la hierba y las piedras, con vista al cielo azul y el sol. Gracias a esa
amorosa pareja, el Manzano Amargo nos dejó un sabor dulce.
Continuará... (Cap. 11) Epu Lauquen, Chos Malal; ¡llegamos a la Patagonia!
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