lunes, 21 de marzo de 2016

"Para abajo, Escarabajo!" (Cap. 14) Sin GPS


Vamos a la deriva… Cambiamos de rumbo según como sople el viento. Amanecemos acá y no sabemos dónde pasaremos la noche siguiente. No tenemos plan ni GPS. Nos guiamos preguntando a los lugareños, siguiendo las indicaciones de los carteles inciertos, de nuestro instinto y de nuestros deseos que a veces son pasajeros. Más de una vez llegamos a un lugar con la idea de vivirlo, instalarnos un par de días, sentirlo. Sin embargo, con recorrerlo durante una hora basta. Volvemos a la ruta sin saber adónde ir, confiando en encontrar el lugar que nos esté esperando a nosotros. Solo tenemos una consigna: tomar siempre caminos que lleven hacia adelante, sin volver sobre nuestros pasos a menos que no quede otra opción. Así viajamos.  

El punto medio de la ruta 40, que va desde La Quiaca, en Jujuy, hasta Cabo Vírgenes, en Santa Cruz, está en Chos Malal. Exactamente en el kilómetro 2.623. Es uno de los pocos lugares por donde pasamos dos veces durante el viaje. Aquí encontramos algo así como amigos y hasta casa propia. 



La primera vez llegamos al mediodía y nos hospedamos en la hostería La Farfalla. Una cálida casa de familia devenida en posada atendida por sus también cálidos dueños, Fity y Beto. 

La conversación comenzó a la tardecita, cuando ella nos explicó que, en italiano, el nombre del lugar quiere decir “la mariposa”. Así lo bautizaron porque luego de una gran tristeza que vivieron en la familia, el parque de la casa se llenó de mariposas blancas, como si fueran ángeles guardianes. Sentados en el porche, la charla se fue tornando cada vez más osada. Aceptamos la invitación de Fity y los cuatro nos trasladamos a la cocina para tomar una deliciosa sopa de verduras casera. Anibal fue designado por la dueña de casa para bendecir la mesa, sus bellas palabras nos emocionaron profundamente y se convirtieron en el puntapié inicial para una noche colmada de confesiones. Nos fuimos a dormir de madrugada conmocionados con la intensa intimidad que en pocas horas logramos con ese matrimonio de desconocidos. 

Al otro día seguimos viaje hacia el norte neuquino pensando que como máximo en 24 horas volveríamos a bajar. Sin embargo, transcurrió casi una semana hasta que llegamos nuevamente a Chos Malal, a los tirones y con la bomba de nafta rota… Esta vez fue el Escarabajo quien decidió por nosotros el destino. Arribó a lo de Dante y el Colo y ahí se nos estancó durante tres días. Atorado por una basura que entró con el combustible como quien se atraganta con un huesito de pollo escondido en la sopa. 

El taller de estos dos alucinados por la mecánica, es una de las sedes sociales del pueblo. Diversos personajes deambulan por ese bunker a tomar mate, una cerveza, a transmitir algún chisme local o, simplemente, a estar. Durante toda una tarde, mientras Dante indagaba los síntomas del Escarabajo utilizando el sistema de prueba y error, nos enteramos de muchas cosas. 


Así supimos que en El Torreón hacen unas deliciosas empanadas de chivito, que para ir al lago Aluminé el camino más atractivo es el de Pino Hachado, que Chos Malal fue capital provincial, y que el Colo hace unos asados tan tiernos que la carne puede cortarse con el tenedor. En los días sucedáneos corroboramos todas y cada una de las cosas que esa primera tarde aprendimos en el taller.  

Ahí encontramos a Fernando, uno de los dueños del hostel La Quimera donde nos alojamos muy cómodamente. Vanesa, su socia, nos recibió la primera noche y como éramos los únicos huéspedes dejó toda la casa a nuestra disposición. Nos tiramos en los sillones del living a mirar la tele. Todo seguía igual, los mismos políticos de siempre discutiendo sobre las mismas cosas. Cuando uno se aleja de su lugar tiene la ridícula ilusión de que en su ausencia la realidad puede cambiar. 
La noche siguiente el Colo nos invitó a su casa como si fuéramos parte del grupo de amigos que habitualmente recibe para un asado. Ahí comprobamos algo que técnicamente parece imposible: cortar un trozo de lomo con el tenedor. Anibal lo logró. Llegamos a la conclusión de que el Colo es muy buen asador o que oculta una extraña manera de afilar los tenedores. 
  
En La Quimera nos dedicamos a escribir para tratar de poner al día nuestro blog. Desayunamos con uvas, higos y dulces de la casa, bajo una galería cubierta de parras, con racimos que llegaban casi hasta el suelo. Fueron más de dos días de pausa hasta que el Escarabajo logró reponerse de su indigestión.

El paraíso del Pehuén
En mapuche Pehuén quiere decir araucaria, una variedad de conífera considerada un fósil viviente. En las cercanías de Villa Pehuenia brotan de la tierra exuberantemente. 

Atravesar ese bosque es como internarse en la era de los dinosaurios. Antes de entrar a la morada mágica de las araucarias, vimos al volcán Copahue escupir una furiosa columna de humo, más adelante pasamos junto a un gran incendio que ennegrecía los pajonales de las montañas y después nos llamó la atención una mole blanca en medio del desierto, donde se dice que viven un montón de chinos trabajando en un experimento secreto. Al menos eso fue lo que escuchamos en la sede social de los mecánicos de Chos Malal. 

Avanzábamos maravillados por los médanos de ceniza, la tarde se iba nublando y el frío cada vez más intenso nos obligaba a agregar otro abrigo al bajar del auto para sacar una foto. El paisaje cambió, la ruta se hizo de asfalto y, a lo lejos, Anibal vio una gaviota: “Tiene que haber un lago cerca”, alcanzó a decir antes de que el majestuoso Aluminé se extendiera frente a nuestra vista. Fue el primer lago verdadero que vimos, era de una extensión impactante. Ahí entendimos por qué los espejos de agua de Epu Lauquen son considerados lagunas y no lagos. 

Buscar un lugar para pasar la noche fue la excusa para comenzar a meternos en cada uno de los recovecos que la villa esconde. Montada sobre una península que lengüetea sobre el agua, las cabañas y hosterías compiten por ofrecer las mejores vistas. En Villa Pehuenia  el refinamiento y el buen gusto se ven por todos lados. A diferencia de lo que veníamos observando en otros lugares, aquí resultaba imposible encontrar construcciones feas.

Una habitación con entrepiso de madera y panorámica vista al lago, en noche de luna llena, hizo que nos decidiéramos por La Serena. Aunque no lo es, la hostería tiene comodidades de un hotel cinco estrellas, y un ambiente típico de las construcciones del Sur: piedra, troncos y un jardín con especies nativas que baja hasta la playa.


Nosotros, que nos la pasamos criticando la falta de refinamiento, no siempre encajamos dentro del perfil de los huéspedes de alto nivel. Por momentos somos bastante mersas: lavamos ropa en las bañeras, nos llevamos las mantequitas de los desayunos, los jaboncitos del baño, los frasquitos de champú y hasta nos ponemos a tostar pan dentro de la habitación. 
Pero eso sí, cuando llega el momento de irse del cuarto, Anibal se encarga de que todo quede en perfecto estado. Dice que es una falta de respeto dejarle las cosas sucias o desordenadas a la mucama. Así que acomoda las cobijas de las camas, tira todos los papeles que quedan dando vueltas al tacho, cuelga prolijamente las toallas usadas, y seca hasta la última gota del baño si estaba mojado.  

Si bien hemos acampado poco y nada, tenemos el Escarabajo cargado con material de camping. Desde los colchoncitos de cuna hasta una cocinita portátil que funciona con cartuchos de gas. Cuando el encargado del lugar me mostró la habitación dijo: “Acá no se puede cocinar”. Lo que no aclaró fue si no se podía porque no había dónde o porque estaba prohibido. Ante la duda, y viendo que en el entrepiso había un frigobar y una mesa bajo la ventana que daba al lago, desplegamos nuestro equipamiento. Con los vidrios abiertos, cocinamos un delicioso guiso en el anafe portátil y cenamos románticamente mirando la luna.    

Al día siguiente salimos, otra vez sin plan, a explorar los alrededores. Llegamos hasta Moquehue y su pueblito mínimo. Otro gran lago que se comunica con el Aluminé a través de un estrecho de agua llamado La Angostura. Fue un día divertido, de esos que cuando terminan no parecen haber tenido 24 horas sino muchas más. Volvimos a La Serena, a serenarnos.

Camino a San Martín de los Andes conocimos el pintoresco Aluminé y dormimos la siesta en una playita del río que lleva el mismo nombre que el pueblo y el lago. Por momentos Anibal se duerme al volante, suele ser después del almuerzo, y ese día ya habíamos pasado por lo de “La Morenaza”, que nos sirvió empanadas fritas con cerveza. Por suerte, con cerrar los ojos unos diez minutos hasta lograr el sueño profundo, como hacen los japoneses, al conductor del Escarabajo le alcanza para recomponerse y volver a tomar el control del vehículo fresco como una lechuga. Hemos dormido siestas en los lugares más insólitos. 

Por fin llegamos a San Martín de los Andes, la puerta de entrada al camino de los Siete Lagos. Pero nos fuimos por la ventana. Un súbito cambio de plan nos desvió noventa grados en el mapa y salimos en busca de aguas con horizontes que se pierden en la niebla. Allí, al otro lado de las montañas, donde viven los pescadores y se cocinan los más sabrosos mariscos. 




Continuará... (Cap. 15) La máquina del tiempo

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