Vamos a la deriva… Cambiamos de rumbo según como sople el
viento. Amanecemos acá y no sabemos dónde pasaremos la noche siguiente. No
tenemos plan ni GPS. Nos guiamos preguntando a los lugareños, siguiendo las
indicaciones de los carteles inciertos, de nuestro instinto y de nuestros
deseos que a veces son pasajeros. Más de una vez llegamos a un lugar con la
idea de vivirlo, instalarnos un par de días, sentirlo. Sin embargo, con
recorrerlo durante una hora basta. Volvemos a la ruta sin saber adónde ir,
confiando en encontrar el lugar que nos esté esperando a nosotros. Solo tenemos
una consigna: tomar siempre caminos que lleven hacia adelante, sin volver sobre
nuestros pasos a menos que no quede otra opción. Así viajamos.
El punto medio de la ruta 40, que va desde La Quiaca, en
Jujuy, hasta Cabo Vírgenes, en Santa Cruz, está en Chos Malal. Exactamente en
el kilómetro 2.623. Es uno de los pocos lugares por donde pasamos dos veces
durante el viaje. Aquí encontramos algo así como amigos y hasta casa propia.
La
primera vez llegamos al mediodía y nos hospedamos en la hostería La Farfalla.
Una cálida casa de familia devenida en posada atendida por sus también cálidos
dueños, Fity y Beto.
La conversación comenzó a la tardecita, cuando ella nos
explicó que, en italiano, el nombre del lugar quiere decir “la mariposa”. Así lo bautizaron porque luego de una gran tristeza que vivieron en la familia,
el parque de la casa se llenó de mariposas blancas, como si fueran ángeles
guardianes. Sentados en el porche, la charla se fue tornando cada vez más osada. Aceptamos la
invitación de Fity y los cuatro nos trasladamos a la cocina para tomar una
deliciosa sopa de verduras casera. Anibal fue designado por la dueña de casa
para bendecir la mesa, sus bellas palabras nos emocionaron profundamente y se
convirtieron en el puntapié inicial para una noche colmada de confesiones. Nos
fuimos a dormir de madrugada conmocionados con la intensa intimidad que en
pocas horas logramos con ese matrimonio de desconocidos.
Al otro día seguimos viaje hacia el norte neuquino
pensando que como máximo en 24 horas volveríamos a bajar. Sin embargo,
transcurrió casi una semana hasta que llegamos nuevamente a Chos Malal, a los
tirones y con la bomba de nafta rota… Esta vez fue el Escarabajo quien decidió por
nosotros el destino. Arribó a lo de Dante y el Colo y ahí se nos estancó
durante tres días. Atorado por una basura que entró con el combustible como
quien se atraganta con un huesito de pollo escondido en la sopa.
El taller de estos dos alucinados por la mecánica, es una
de las sedes sociales del pueblo. Diversos personajes deambulan por ese bunker
a tomar mate, una cerveza, a transmitir algún chisme local o, simplemente, a estar.
Durante toda una tarde, mientras Dante indagaba los síntomas del Escarabajo utilizando
el sistema de prueba y error, nos enteramos de muchas cosas.
Así supimos que en El Torreón hacen unas deliciosas empanadas de chivito, que para ir al lago Aluminé el camino más atractivo es el de Pino Hachado, que Chos Malal fue capital provincial, y que el Colo hace unos asados tan tiernos que la carne puede cortarse con el tenedor. En los días sucedáneos corroboramos todas y cada una de las cosas que esa primera tarde aprendimos en el taller.
Así supimos que en El Torreón hacen unas deliciosas empanadas de chivito, que para ir al lago Aluminé el camino más atractivo es el de Pino Hachado, que Chos Malal fue capital provincial, y que el Colo hace unos asados tan tiernos que la carne puede cortarse con el tenedor. En los días sucedáneos corroboramos todas y cada una de las cosas que esa primera tarde aprendimos en el taller.
Ahí encontramos a Fernando, uno de los dueños del hostel La Quimera donde nos alojamos muy cómodamente. Vanesa, su socia, nos recibió la primera noche y como éramos los únicos huéspedes dejó toda la casa a nuestra disposición. Nos tiramos en los sillones del living a mirar la tele. Todo seguía igual, los mismos políticos de siempre discutiendo sobre las mismas cosas. Cuando uno se aleja de su lugar tiene la ridícula ilusión de que en su ausencia la realidad puede cambiar.
La noche siguiente el Colo nos invitó a su casa como si
fuéramos parte del grupo de amigos que habitualmente recibe para un asado. Ahí
comprobamos algo que técnicamente parece imposible: cortar un trozo de lomo con
el tenedor. Anibal lo logró. Llegamos a la conclusión de que el Colo es muy
buen asador o que oculta una extraña manera de afilar los tenedores.
En La Quimera nos dedicamos a escribir para tratar de poner al día nuestro blog. Desayunamos con uvas, higos y dulces de la casa, bajo una galería cubierta de parras, con racimos que llegaban casi hasta el suelo. Fueron más de dos días de pausa hasta que el Escarabajo logró
reponerse de su indigestión.
El paraíso del
Pehuén
En mapuche Pehuén quiere decir araucaria, una variedad de
conífera considerada un fósil viviente. En las cercanías de Villa Pehuenia brotan
de la tierra exuberantemente.
Atravesar ese bosque es como internarse en la era
de los dinosaurios. Antes de entrar a la morada mágica de las araucarias, vimos
al volcán Copahue escupir una furiosa columna de humo, más adelante pasamos
junto a un gran incendio que ennegrecía los pajonales de las montañas y después
nos llamó la atención una mole blanca en medio del desierto, donde se dice que
viven un montón de chinos trabajando en un experimento secreto. Al menos eso fue
lo que escuchamos en la sede social de los mecánicos de Chos Malal.
Avanzábamos maravillados por los médanos de ceniza, la
tarde se iba nublando y el frío cada vez más intenso nos obligaba a agregar
otro abrigo al bajar del auto para sacar una foto. El paisaje cambió, la ruta
se hizo de asfalto y, a lo lejos, Anibal vio una gaviota: “Tiene que haber un
lago cerca”, alcanzó a decir antes de que el majestuoso Aluminé se extendiera
frente a nuestra vista. Fue el primer lago verdadero que vimos, era de una
extensión impactante. Ahí entendimos por qué los espejos de agua de Epu Lauquen
son considerados lagunas y no lagos.
Buscar un lugar para pasar la noche fue la excusa para
comenzar a meternos en cada uno de los recovecos que la villa esconde. Montada
sobre una península que lengüetea sobre el agua, las cabañas y hosterías
compiten por ofrecer las mejores vistas. En Villa Pehuenia el refinamiento y el buen gusto se ven por todos
lados. A diferencia de lo que veníamos observando en otros lugares, aquí
resultaba imposible encontrar construcciones feas.
Una habitación con entrepiso de madera y panorámica vista al lago, en
noche de luna llena, hizo que nos decidiéramos por La Serena. Aunque no lo es, la
hostería tiene comodidades de un hotel cinco estrellas, y un ambiente típico de
las construcciones del Sur: piedra, troncos y un jardín con especies nativas
que baja hasta la playa.
Nosotros, que nos la pasamos criticando la falta de
refinamiento, no siempre encajamos dentro del perfil de los huéspedes de alto nivel.
Por momentos somos bastante mersas: lavamos ropa en las bañeras, nos llevamos
las mantequitas de los desayunos, los jaboncitos del baño, los frasquitos de
champú y hasta nos ponemos a tostar pan dentro de la habitación.
Pero eso sí,
cuando llega el momento de irse del cuarto, Anibal se encarga de que todo quede
en perfecto estado. Dice que es una falta de respeto dejarle las cosas sucias o
desordenadas a la mucama. Así que acomoda las cobijas de las camas, tira todos
los papeles que quedan dando vueltas al tacho, cuelga prolijamente las toallas
usadas, y seca hasta la última gota del baño si estaba mojado.
Si bien hemos acampado poco y nada, tenemos el Escarabajo
cargado con material de camping. Desde los colchoncitos de cuna hasta una
cocinita portátil que funciona con cartuchos de gas. Cuando el encargado del
lugar me mostró la habitación dijo: “Acá no se puede cocinar”. Lo que no aclaró
fue si no se podía porque no había dónde o porque estaba prohibido. Ante la
duda, y viendo que en el entrepiso había un frigobar y una mesa bajo la ventana
que daba al lago, desplegamos nuestro equipamiento. Con los vidrios
abiertos, cocinamos un delicioso guiso
en el anafe portátil y cenamos románticamente mirando la luna.
Al día siguiente salimos, otra vez sin plan, a explorar
los alrededores. Llegamos hasta Moquehue y su pueblito mínimo. Otro gran lago
que se comunica con el Aluminé a través de un estrecho de agua llamado La
Angostura. Fue un día divertido, de esos que cuando terminan no parecen haber
tenido 24 horas sino muchas más. Volvimos a La Serena, a serenarnos.
Camino a San Martín de los Andes conocimos el pintoresco
Aluminé y dormimos la siesta en una playita del río que lleva el mismo nombre
que el pueblo y el lago. Por momentos Anibal se duerme al volante, suele ser
después del almuerzo, y ese día ya habíamos pasado por lo de “La Morenaza”, que
nos sirvió empanadas fritas con cerveza. Por suerte, con cerrar los ojos unos
diez minutos hasta lograr el sueño profundo, como hacen los japoneses, al
conductor del Escarabajo le alcanza para recomponerse y volver a tomar el
control del vehículo fresco como una lechuga. Hemos dormido siestas en los
lugares más insólitos.
Por fin llegamos a San Martín de los Andes, la puerta de
entrada al camino de los Siete Lagos. Pero
nos fuimos por la ventana. Un súbito cambio de plan nos desvió noventa grados
en el mapa y salimos en busca de aguas con horizontes que se pierden en la
niebla. Allí, al otro lado de las montañas, donde viven los pescadores y se
cocinan los más sabrosos mariscos.
Continuará... (Cap. 15) La máquina del tiempo
Continuará... (Cap. 15) La máquina del tiempo
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