martes, 15 de marzo de 2016

"Para abajo, Escarabajo!" (Cap. 12) El tigre del circo


No sé cómo es ir por la vida conduciendo un cero kilómetro, mucho menos uno de alta gama. Supongo que será muy cómodo y veloz, y que continuamente se recibirán miradas cargadas de deseo, sorpresa y hasta de envidia. No puedo saberlo porque tengo un auto común y corriente, que tiene más de veinte años de uso, y al que nadie mira. Lo que quiero contar aquí no tiene que ver con las ventajas de los autos último modelo, ni con la necesidad de cambiarlos año tras año para que no se desvaloricen. Tampoco tiene que ver con la idea de status que algunas personas relacionan al hecho de andar en un coche nuevo. Este relato cuenta la experiencia de viajar en un vehículo que entra en la categoría de reliquia, y también de mito, como el Escarabajo. 




Anibal, que se pone su juguete al hombro, y desde hace más de tres décadas es consciente de lo que representa moverse en un auto así, tiene la paciencia y la amabilidad de contarle la historia y las características mecánicas del coche a todo aquel que pregunte. (Doy fe de que son muchos). Él, como yo, cree profundamente en el rescate, en el cuidado y en ponerle amor a las cosas que se tienen, perpetuando su vida útil a través del tiempo.


De tanto hablar sobre la mecánica de este auto, aprendí una gran cantidad de cosas, como que no se refrigera con agua sino con aire. Escuché un montón de veces la historia de cuando Anibal lo encontró en el garage del edificio al que se habían mudado sus padres y se lo compró al dueño original, un vecino inglés llamado Mr. Stokes; que el auto es alemán, salido de la fábrica en Wolfsburg en diciembre de 1957, y por lo tanto es modelo ´58. 


El modelo anterior fue el último que tuvo la luneta trasera con vidrio ovalado –antes venían con vidrios repartidos-, y de ahí en más los hicieron con la luneta rectangular. Otra de las particularidades de esta versión, es que no tiene medidor de nafta en el tablero. Por eso es que hay que controlar el consumo periódicamente midiéndolo con una varilla que indica la cantidad de combustible.
También supe que hace diez años se le cambió el motor original, que era 1200, por uno de Combi que es 1600, lo cual le dio mayor potencia. Esa reforma le quitó, al habitáculo del motor, el espacio que tenía para la calefacción. Pensé que iba a lamentar esto durante la recorrida por los lagos del Sur. Sin embargo, nunca sentimos tanto frío, ni siquiera de noche.

Moverse en una máquina como esta es como ser famoso y estar obligado a saludar y firmar autógrafos. El que pasa caminando cuando todavía no terminamos de estacionar espera a que bajemos para hacernos algún comentario, una pregunta o contar una anécdota relacionada con el simpático cuatro ruedas. Los playeros que nos atienden en la estación de servicio se sienten privilegiados de tener que alimentar al Escarabajo, aunque algunos se desorientan al ver que el tanque de nafta está dentro del capot delantero, y no atrás como en la mayoría de los autos. La misma sorpresa expresan los que cobran el peaje, y hasta los policías que realizan controles quedan asombrados al vernos transitar en un vehículo tan añejo. Al final no nos piden ningún papel, se quedan charlando y mirando el auto. 

Todos saben que se trata de un bicho, pero algunos se confunden. Aunque es conocido mundialmente como Escarabajo o Beetle, le dicen cucaracha, cascarudo, bicho bolita, caracol y hasta vaquita de San Antonio. Incluso hay quienes nunca vieron uno en vivo y en directo, y tenerlo frente a sus ojos se convierte en toda una revolución. La noche que estuvimos en Barrancas fue como si hubiera llegado el circo al pueblo. El Escarabajo se convirtió en la atracción principal. Venían a mirarlo como si fuese un animal exótico de tierras lejanas. 

Hacía horas que en la ruta 40 no había más que desierto, el camino se estaba complicando para recorrerlo en la oscuridad y necesitábamos un sitio para pasar la noche. En lo alto de la montaña divisamos unas lucecitas, hacia allí apuntamos. 
Se trataba de Barrancas, una aldea diminuta con una hostería regenteada por dos viejitas que tenían todo impecable para recibir a los viajeros. Como siempre, llegamos con hambre. “Negra”, la mayor, nos mandó a un comedor que quedaba a un par de cuadras. Allí, como en tantos otros lugares de montaña, no existen los restaurantes. Hay que recurrir a las casas de familia que habilitan un ambiente para recibir gente y dar de comer.

Llamamos a la puerta y enseguida salió un hombre muy servicial. Nos invitó a pasar, prendió las luces, la tele, y llamó a su mujer e hijas para que pusieran manos a la obra en la cocina. Nosotros estábamos distraídos, hablando y comentando lo que decían en un programa político de Buenos Aires. De repente miramos por la ventana y vimos que había cerca de quince personas sacándose fotos junto a nuestro tigre estacionado en la puerta. Algunos esperaban su turno haciendo cola. Mientras, mensajeaban a los vecinos para que se acercaran a admirarlo. Fueron respetuosos, nos dejaron comer, pero a la salida nos rodearon e hicieron mil preguntas, nos felicitaron y se fotografiaron con nosotros y el esplendoroso animal.  

El papa y la papisa
Pasan cosas fuera de lo común viajando en este auto. Los bocinazos y las luces de quienes vienen de frente o nos pasan en la ruta son constantes. Anibal responde a cada uno de los saludos. Al principio yo no me daba cuenta, pero ahora estoy atenta y le aviso cuando veo que él no registró los entusiasmados gestos de algún automovilista. No es amable no responder a los saludos. Así hacemos kilómetros y kilómetros, recibiendo y devolviendo señas. Los transeúntes suelen mirarnos fijamente, a cada mirada Anibal responde alzando su mano, como si fuera el papa. Yo me contagié y terminé haciendo lo mismo.   

Si contamos que venimos de Buenos Aires nos preguntan por la velocidad crucero en ruta, el rendimiento de los kilómetros por litro de nafta y si es muy difícil conseguir los repuestos cuando algo se rompe. Los chicos se quedan hechizados. Será porque, como yo, vieron las películas de Cupido Motorizado mil veces, divertidos con las aventuras de Herbie, el auto con vida propia. Muchos se acercan a acariciarlo, como si se hubieran encontrado un cachorro callejero.

Un mediodía, en San Martín de los Andes, me quedé sola en el asiento del acompañante mientras Anibal hacía unas compras. En un repentino acto de coquetería, saqué el esmalte del bolsito de los cosméticos y me acomodé para pintarme las uñas sobre un libro de tapa dura. Entre pincelada y pincelada escuché: “¡Qué supercopadísimo! ¡Chicos, vengan, miren!” A los dos segundos estaba rodeada. “Faaaaa”, gritaban los pequeños que se iban multiplicando alrededor del Escarabajo como hormigas sobre una cuchara con restos de dulce de leche. Sus cabecitas empezaron a asomar por las ventanillas abiertas y las cataratas de preguntas no tardaron en llegar. Imposible ignorarlos, ya me había convertido en la papisa, tuve que abandonar el intento de pintarme las uñas, dejarlos subir y acceder a que jugaran ante el volante como expertos pilotos. El brillo corrido perdura hasta hoy, varias semanas después.   

Pero si hay algo para lo que este auto no es bueno, es para pasar desapercibido. Más de una vez nos cruzamos con personas que dijeron habernos visto por las calles del pueblo anterior. En Villa Pehuenia, por ejemplo, un hombre joven dijo habernos visto pasar en varios lugares. Era de la zona y se emocionó al haber podido hablar finalmente con nosotros. Otra noche, en Chos Malal, estacionamos y bajamos en una calle oscura. Íbamos a tomar un helado. Un muchacho que venía caminando chifló para que lo esperáramos y con un entusiasmo desbordante nos contó que él está arreglando desde hace años un coche igual. Hablamos largo rato y se despidió diciendo que su sueño era terminar de repararlo, y hacer un viaje como el que nosotros hacemos en estos momentos.   

El Escarabajo nos está llevando y trayendo de los lugares más bellos y también más dificultosos. Ripio, cornisa, montaña, serrucho y subidas que incluso a las 4x4 les cuesta alcanzar. Este auto sube, baja, se agarra, se adapta, se achica, se agranda y es inteligente como Herbie. Cuando tiene un problema nos lo hace saber con tiempo, y cuando necesitó parar lo hizo justo en la puerta de un buen taller mecánico. Incluso en la Patagonia, en medio de la montaña, un lugar en el que nunca antes había estado.

Volviendo de Chile realizó una proeza digna de un ser pensante, e incluso compasivo. Bien avanzada la noche entramos a Argentina por el paso Hua Hum, llegamos desde Puerto Fuy en la última barcaza que cruza el lago Pirihueico. Fueron unos 40 kilómetros en la pura oscuridad, por un camino de ripio en un estado deplorable. No había absolutamente nada ni nadie. Yo, como de costumbre, indicaba las curvas y contracurvas que divisaba más adelante. Casi en estado de pánico, pidiéndole perdón a Anibal por las indicaciones. No lo podía controlar, las advertencias brotaban de mi boca aún cuando me había propuesto no interferir. No me gusta viajar de noche si no estoy al volante. Tardamos mucho en llegar a San Martín de los Andes. Cuando finalmente bajamos de la montaña y desembocamos en la calle principal, el Escarabajo se paró. No hubo forma de hacerlo arrancar. Anibal pensó unos segundos, hizo cuentas: “Nos quedamos sin nafta”, anunció. Bajó del auto, chequeó el tanque y corroboró que, efectivamente, estaba vacío. Tenemos una autonomía de 340 kilómetros y nos habíamos equivocado en los cálculos.


Respiramos aliviados, al mirar hacia adelante vimos una YPF a una cuadra y media. Los dos abrazamos al Escarabajo y le agradecimos sinceramente por reclamarnos el tan merecido alimento en el lugar más oportuno. “Te dije que a este auto lo ibas a terminar amando”, me susurró al oído su fiel conductor. 











Continuará... (Cap. 13) Y subió las montañas a los tirones, con la bomba rota

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