martes, 22 de marzo de 2016

"Para abajo, Escarabajo!" (Cap. 15) La máquina del tiempo

La filmadora de 8mm sigue la corrida del niño que baja la cuesta de un parque bordeado de flores. En lo alto de la colina se ve una capilla de piedra y madera, con techo de tejuelas negras. La imagen realiza un paneo serruchado hasta mostrar el paisaje de un lago. El lago y las montañas se tambalean unos segundos y el acercamiento del zoom deja al cuadro fuera de foco. Todo se vuelve blanco con una raya roja vertical que corre por el centro. La luz cegadora del proyector en la pantalla vacía; el traqueteo de la cola de película suelta; la voz de mi mamá que alcanza a preguntar lo obvio antes del apagón: "¿Se terminó?" 

¿Dónde están los rollos de la infancia? Mi papá nos filmaba a mi hermana y a mí, en Bariloche, con su primera cámara Minolta. Nunca dejé de ser ese niño, y no pienso dejar de serlo. Por eso ando en un Escarabajo que, igual que yo, es modelo ´58. 


Mi auto es una máquina del tiempo. Viajando en él, se entremezclan las hojas del almanaque. Se desvanecen los mitos de lo moderno. Se entra en la órbita de la Eternidad. ¿O acaso a los que imaginaban el futuro, hace 60 años, se les habría ocurrido que el mismo automóvil que veían pasar en aquel entonces, seguiría corriendo por las montañas seis décadas más tarde? ¡Estamos en el Siglo XXI! ¿No se suponía que a esta altura los autos deberían volar? 


La permanencia del Nahuel Huapi
Llego a Bariloche por tercera vez en mi vida. Me siento a mirar el paisaje sobre la base circular de un gran árbol cortado. Cuento los anillos del tronco. Con cada anillo el tiempo se corre un año hacia atrás. Alcanzo a contar cincuenta... El niño corre por la colina detrás de su hermana. Las risas llegan hasta un monje que está plantando el pino sobre el que estoy sentado. Oigo mi propia risa llegando hasta mí, con el retardo del viento que primero agita las hojas a los lejos y luego me despeina. Es el mismo árbol y es la misma risa. 

Las dos veces anteriores, estuve en el Gran Hotel Panamericano, muy cerca de la capilla donde mi papá nos filmó, a un par de kilómetros del Llao Llao. Decido ir por tercera vez. Flor me acompaña con el tono justo de alguien que comprende todo, sin que tenga que explicarle nada. Entramos con el Escarabajo trepando la empinada rampa del hotel. Los recuerdos de cuando vine de chico, hace 50 años, se confunden con los de la segunda vez; cuando volví como padre; con mi hija Julieta y dos amiguitas de su escuela primaria, hace casi 25 años. 

Uno podría pensar que la realidad es un decorado donde transcurren las escenas de la vida. Y cuando se sale de escena, el decorado se desarma... Pero todo está igual que siempre. Solo un tinte de misterio y ausencia, cubre la vieja escenografía. Otra vez el silencio, rasgado por el roce de los autos que pasan de largo, es el principal protagonista. Mis pasos crujen sobre el abandono. El pecho se me llena de algo que no comprendo. Se parece a las ganas de llorar. 

Está el cartel donde estaba el nombre del hotel pero el nombre no está. El césped del parque se ve prolijamente cortado, aunque hace tiempo que nadie lo riega. Todo está en su lugar pero el lugar parece que se ha ido. Como una ferretería cuando cambia de dueño. Como un sueño donde todo es familiar y, sin embargo, nada es lo que debiera ser. 

Estaciono en la puerta de entrada y me tomo un instante antes de bajar del auto. Una hoja de papel pegada en el vidrio, avisa algo antes de caerse: "Cerrado por refacciones". ¿Se puede arreglar el pasado? 
Atravieso el parque seco hasta el salón de estar y el comedor. El tiempo es una sábana blanca que se posa sobre los muebles. Los pasajeros de antes son los fantasmas de ahora. ¿Y yo, qué; no soy acaso uno de esos fantasmas? 
Una racha de viento cruza hacia el lago. Se oye el gemido del óxido y una hamaca se balancea sola. ¿Seré yo el pasajero invisible que la mueve desde otro tiempo? Florencia no habla. Hace su propio recorrido por mi pasado. Al mismo tiempo nos sentamos cada uno en una hamaca y empezamos a balancearnos. Las cadenas resisten nuestro ímpetu. Echamos los cuerpos hacia atrás y nos miramos riendo al apuntar con los pies bien arriba. Luego corremos para seguir con el subibaja. Arriba, abajo, atrás, adelante, todo es una metáfora. 


Dejamos los juegos y vamos hasta el mirador, donde está el mástil. Julieta, mi nena, corre a mi alrededor muerta de risa, perseguida por su amiguita. Se agarra de mis pantalones y me usa de escudo. La rescato a upa y la siento sobre mis hombros para mirar la permanencia del lago. Levanto la vista y veo los jirones del tiempo en lo que alguna vez fue la bandera argentina. El aire, sin embargo, se mantiene joven y fresco, inmortal. Como las moras silvestres que arranco y disfruto en el jardín. Todo se mancha de símbolos. Todo sigue estando ahí, como el primer día. Todo sigue siendo posible. Todo se puede reescribir. 

Me subo a la máquina del tiempo, le doy arranque otra vez y continúo recorriendo el mapa de mi destino. Más adelante comprenderé que la vida no es otra cosa que un viaje. Un viaje que también termina cuando se regresa a casa. 







Continuará... (Cap. 16) Llao Llao: de Caras al Escarabajo

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