miércoles, 20 de abril de 2016

"Para abajo, Escarabajo!" (Cap. 16) Llao Llao: de Caras al Escarabajo

Estalló sobre el obispo la poderosa luz del flash. Esa que congelaría eternamente la imagen de su pecado, ¿pecado? Al menos un retrato diferente al habitual, al de él predicando en un púlpito frente a cientos de feligreses.
El hombre se salió de sus cabales. “La maldigo, la maldigo por siempre…”, gritaba señalando con su dedo índice. Metía miedo como un hechicero al invocar poderes malignos. La pesada sotana negra lo hacía parecer gordo –quizás lo era-. Su cabeza calva refulgió, igual que la gran cruz de plata sobre su pecho. Era de madrugada, bebía un whisky doble on the rocks. Acodado sobre la barra del bar parecía dormirse, babeaba su borrachera. Los ojos celestes se le pusieron en blanco mientras furseaba las maldiciones. Se alejó hacia su habitación arrastrando los pies.

El fotógrafo y yo habíamos ido a Bariloche a cubrir una temporada de invierno para la revista Caras. Volvíamos de una fiesta en el centro. Nos alojábamos en el Llao Llao, era de madrugada, y también habíamos bebido bastante. Sin embargo, no hay nada que haga que dos periodistas se “coman” una nota, o al menos una foto que sobresalga en la página de vidriera.

Más de veinte años después, recorro con Anibal los pasillos del hotel. Mi memoria expulsa, pone en palabras, recuerdos propios y ajenos. Traspasar las puertas del Llao Llao me produce algo mágico y misterioso. No es un hotel cualquiera. No solo porque es un desparramo de lujo y buen gusto al mejor estilo patagónico –el hecho de que pertenezca a la cadena de los Leading Hotels of the World lo dice todo- sino porque, justamente, de alguna manera extraña allí se entretejen diferentes épocas de mi vida, que sucedieron en las diferentes vidas que también tuvo el hotel. 



Noches de boliche y una beba abandonada
Hay una historia que transcurre en este lugar y que circula en mi familia desde que soy muy chica. Tiene que ver con la fuga perfecta que mis padres planearon antes de mi nacimiento. La concretaron cuando cumplí dos meses. “Yo quería tenerte y rajar”, confiesa hoy mi madre. Cuarenta y cinco años después. Sin excusas ni remordimientos. No la culpo, yo habría hecho lo mismo. Dejaron a su primogénita al cuidado de los abuelos maternos, Lucía y José, a quienes les tenían una confianza ciega, y se fueron a festejar.   
Era una celebración concebida durante el embarazo. Contrataron un paquete de una semana en la empresa Sol Jet, y se fueron en avión a Bariloche con una pareja de amigos. Se hospedaron en el Llao Llao. La habitación que ocuparon estaba en una especie de altillo que tenía una claraboya en el techo. La vista de noche era hermosa, en el cielo resplandecían la luna y las estrellas, esa imagen le quedó grabada a mi mamá para siempre.
Mis padres y sus amigos veinteañeros pasaban los días de excursión en excursión –la isla Victoria y el bosque de arrayanes, cerros Otto y Tronador, el camino de los 7 lagos…-. Las noches transcurrían en las pistas de baile. Bety y Alejandro se sumaron al grupo, un matrimonio de sordomudos uruguayos que a través de señas y papelitos escritos a las apuradas, se convirtieron en esos inseparables amigos con quienes se comparten los veranos, y luego se desvanecen. Era sorprendente como ellos “escuchaban” la música a través de la vibración que transmitían los pisos de madera de las boites.

Las mujeres se ponían las minifaldas más cortas que encontraban en sus maletas, se pegaban las pestañas postizas, se calzaban altísimas plataformas, y se iban a bailar al ritmo de la música beat del brazo de sus maridos. El hit “De boliche en boliche”, interpretado por Los Naufrágos, sonaba en las discos hasta el amanecer. Ellos no se divertían con drogas de diseño ni los perseguía el fantasma del precio dólar. Se divertían con pavadas. Se reían cuando la gente los confundía a los seis con sordomudos. Ellos seguían el juego y, como Bety y Alejandro, terminaban comunicándose a través de señas y papelitos. Una forma inocente de ponerse en la piel del otro.

En ese momento, el presidente de facto Roberto Levingston gobernaba el país y pasaba unos días de descanso en el Llao Llao. O estaría en alguna misión de Estado, porque solamente gobernó durante nueve meses, un período muy corto como para haberse tomado vacaciones. A mi madre le llamaba la atención el cordón rojo que dividía el comedor en dos sectores, uno para el primer mandatario y su equipo, y otro para los huéspedes comunes.
El país venía atravesando sus primeras convulsiones. Se vivía un clima totalmente distinto al de 1934, el año en que se creó el Parque Nacional Nahuel Huapi, y en el que se comenzó a pensar en la construcción de un magnífico hotel internacional en Bariloche.

La obra la realizó el mítico arquitecto Alejandro Bustillo, quien se encargó de buscar un emplazamiento sublime, sobre una colina, en una península entre los lagos Moreno y Nahuel Huapi. Tras cuatro años de faena, en febrero de 1938, se inauguró el Llao Llao. Pero esa no sería su única apertura. Casi dos años después, un gran incendio lo destruyó por completo. 


Como el Ave Fénix, rápidamente resurgió de sus cenizas y al año siguiente se reinauguró. Con el país en época de bonanza y Europa en guerra, miembros de la aristocracia, del arte y de la diplomacia mundial, se entregaron a los placeres de la buena vida en las instalaciones del Llao Llao. Era un buen negocio. Mis padres, que no pertenecían a ninguno de esos estratos sociales, llegarían 30 años después, hacia los finales de ese fervor fiestero. 

En el ’78 la realidad política había tomado tintes oscuros. El cerrojo de su puerta principal fue trancado. Las espléndidas vistas de las ventanas tapiadas con maderas rígidas. El brillo de las fiestas se apagó y la música dejó de sonar. La situación de la Argentina había cambiado y al gobierno de turno ya no le interesaba mantener un hotel de esas características. Fueron quince años de silencio, abandono, y muebles tapados con sábanas blancas.

Así permaneció hasta 1993, cuando fue privatizado con bombos y platillos. Volvió a abrir sus puertas como Llao Llao Hotel & Resort, Golf-Spa. La fiesta comenzó otra vez. Yo transitaba mis primeras experiencias en el periodismo y traqueteaba sin parar en un ámbito que para mí fue como una escuela: la revista Caras de los años menemistas. “La revista de la reelección”, como decía la directora con orgullo, parada en medio de la redacción para que todos comprendiéramos el tono que debíamos darle a las notas. Mucho glamour, mucho Miami, los cristales de Maia Swarovski, mansiones espectaculares, vestidos de diseñador, y rostros de cirugía estética.

El romance perfecto
El fotógrafo que disparó el flash sobre el furioso obispo, fue uno de los amores más intensos de mi vida. Me enamoré en el momento mismo en que nos presentaron. Cuando el editor nos llamó a los dos a su oficina y nos comunicó que en menos de una semana saldríamos a una importante misión en Bariloche: cubrir las vacaciones de invierno de los ricos y famosos en el centro de esquí del Cerro Catedral. La misión se transformó en una luna de miel de 40 días –aunque el amorío duró unos cuantos años más-. ¡Qué se le va a hacer! ¡Estuvo todo servido en bandeja!

Trabajábamos mucho, pero el sacrificio tenía sus recompensas. Canjes en los mejores lugares para comer; ahí supe lo que era un metre, un sommelier, conocí la cocina alemana y las carnes patagónicas, aprendí a distinguir un buen vino de uno medio pelo. La pizza y el champagne. Supe cómo oler y degustar platos confeccionados por reconocidos chefs, y a apreciar la buena vajilla. Teníamos todos los gastos cubiertos contra factura, es decir, sin límites. Los lugares eran paradisíacos sin excepción. Hacía frío en la nieve. Había que abrazarse mucho para entrar en calor. Tomé clases de esquí, terminé haciendo culopatín. 

La era analógica
Corrían otros tiempos, sin celulares ni Internet. Escuchábamos música en el walkman, grababa las notas en cassettes grandes, las fotografías se tomaban con rollos (no menos de 20 por producción), y las comunicaciones telefónicas eran a través de líneas fijas. Escribía las notas en una máquina prestada por el hotel, y las mandaba por fax. Si el fax no funcionaba, las dictaba por teléfono. Los rollos iban por avión una o dos veces por semana. 
Para las notas de cierre corríamos por la nieve más de 30 kilómetros al aeropuerto de Bariloche en un Renault 12 alquilado que se portaba bastante bien. Sabíamos exactamente a qué hora había vuelos a Buenos Aires, preparábamos sobres de cartón y nos encomendábamos a Dios. 
La pérdida de alguno de esos sobres podía significar una catástrofe. Páginas en blanco, momentos imposibles de reconstruir, primicias publicadas por otros medios antes que nosotros. No se trataba de profundos temas existenciales, se trataba de romances, embarazos, tetas nuevas, contratos de negocios, y de ayudar a crear una masa crítica de cabezas huecas. Una operación que funcionó muy bien, y que terminó muy mal. Nuestra base de operaciones era el Llao Llao. Si trabajábamos hasta tarde o había tormentas de nieve que no nos permitían volver, teníamos cuartos de back up en el hotel Pire Hue, en la base del Catedral. 

Entrevistamos a modelos, actores, políticos, músicos, habitantes del lugar e integrantes de la High Society porteña. Pasó tanto tiempo que no recuerdo bien a los personajes. Solo a algunos:  Daniela Cardone –que atravesaba su época de top model- y su marido de entonces, el cirujano plástico Rolando Pisanú; Mariano Grondona; el matrimonio de Omar y Liz Fassi Lavalle;  Deborah del Corral; Vicky Fariña; Roberto Giordano; Zulemita Menem; el ministro Cavallo y Manzano –que se había operado los glúteos para tenerlos más parados-. Y muchas, muchas más personalidades que se imprimieron esa temporada en las páginas de Caras fotografiados en la nieve.  

Después de esa experiencia fueron tantos los viajes, las notas, los distintos medios para los que trabajé, los otros amores que inundaron mi corazón, que gran parte quedó lacrada y archivada en mi memoria. Confidencial, hasta ahora que resurgen. Algunos.

Aunque no estaba en los planes, el día que pasamos en Bariloche le pedí a Anibal que fuéramos hasta el Llao Llao. Un éxodo hacia el pasado. Quería comprobar cuáles eran los rastros que quedaban en mí de una existencia anterior. Me costó ubicarme, reconocer y reconocerme. Temí no haberme dado cuenta de que en algún momento desencarné. Viajábamos juntos pero introspectivamente, cada uno reviviendo momentos propios. Esos que por más que se cuenten, son imposibles de transpolar. Para los dos significó uno de los paseos más movilizadores del viaje; él se encontró con sus recuerdos en el Gran Hotel Panamericano, y yo con los míos en el Llao Llao. Reflejarme en ese espejo me reconfortó. Me identificó. 

Al terminar la visita por aquellos páramos, detuvimos el Escarabajo frente al lago majestuoso, bajamos la heladerita –que más que de refrigerador siempre nos sirvió de alacena-, y pusimos la mesa sobre la base del tronco cortado. El mismo que plantaron cuando Anibal correteaba por ahí a los 7 años. Extendimos un repasador nuevo pero sucio, comimos salvajemente con las manos unas ricas sobras del día anterior, nos limpiamos con rollos de cocina, y tomamos vino del pico de la botella. Miro a mi amado compañero y me doy cuenta de todo lo que en este lugar aprendí también sobre el amor. Pero ya muy poco tengo que ver con el glamour. Prefiero vivir en la aventura. 


Continuará... (Cap. 17) Cabeza de ballena

2 comentarios: