viernes, 20 de mayo de 2016

"Para abajo, Escarabajo" (Cap. 17) Cabeza de ballena


Los pescadores pierden el norte sumergidos en la espesa bruma que brota del horizonte. Esa que deja a la inmensidad del mar sumida en una oscuridad blanca. A pesar de haberla navegado incontables veces aún enceguece a los marineros. La adrenalina corre por sus cuerpos como la primera vez. Aunque aprendieron a dominarla, a dejarse estar, porque saben que pronto se desvanecerá. La neblina no se detiene hasta bien entrada en la costa, y dar al pueblo un aire fantasmal. Un efecto que puede producirse tanto al mediodía como en plena noche. La villa se llama Niebla. Está ubicada en Chile, a 17 kilómetros de Valdivia, sobre la costa del Pacífico. Hace un tiempo un amigo me habló de ese lugar y me enamoré del nombre. Prometía ser encantador. 


Mientras Fabiola controla al personal y se hace cargo de los proveedores que entran y salen con cajones de verduras y de pescado fresco, Robinson mantiene una reunión con un grupo de hombres en el salón del restaurant. Piensan en una estrategia para descargar los 300 kilos de salmones que tienen en la parte trasera de una camioneta. Aquarius está en Los Molinos – a pocos kilómetros de Niebla- y se especializa en pescados y mariscos. Construido en madera, con grandes ventanales que dan al mar, manteles a cuadros, redes colgadas de los techos y fotografías de Víctor Jara vistiendo las paredes, es un típico bodegón de puerto. De los que abren a las 12 y dan de comer durante toda la tarde. Sin embargo, nosotros  no entramos allí atraídos por su fisonomía o por los platos de mar, sino por el sticker de Visa pegado en la puerta.

Rumbo oeste
El día anterior habíamos amanecido en San Martín de los Andes con la ilusión de comenzar el camino de los 7 lagos. Pasamos la noche en el simpático hostel Sherpa, cocinando en comunidad, intercambiando datos con otros viajeros y paseando por la ciudad. A la mañana, mientras preparábamos el equipaje y estudiábamos los mapas tratando de decidir hacia dónde apuntaríamos, nos dio uno de esos malos humores repentinos que cambian el estado de ánimo de las personas sin ninguna razón. Creí que posiblemente tendríamos sobredosis de lagos y montañas, y lo que necesitábamos era un cambio de aire. Suena raro y hasta desagradecido, pero la belleza también empalaga. Estando tan cerca, era una buena oportunidad para conocer Niebla… En algún momento habíamos barajado la posibilidad de cruzar la frontera, pero todavía no había convencido a Anibal por completo. No me costó mucho, fue más su docilidad que mi poder de persuasión. Googleamos el paso más cercano y nos decidimos por Mamuil Malal.

Como era domingo, no pudimos cambiar plata, pero no nos hicimos demasiado problema. Tampoco investigamos exhaustivamente los caminos que debíamos seguir ni definimos el recorrido. Sin apuro. Simplemente cargamos las cosas y después del mediodía salimos otra vez a la ruta. Retrocedimos sobre nuestros pasos hacia Junín de los Andes –habíamos pasado el día anterior- y nos internamos en el Parque Nacional Lanín. Nuevamente nos cautivaron las milenarias araucarias, y lo más impactante, el majestuoso volcán con su cima nevada. Mirando hacia un lado y hacia el otro, abriendo grandes los ojos para absorber cada imagen, divisamos un pequeño cartel que señalaba un desvío. Decía: “Tromen”, y marcaba una flechita hacia la derecha.
Salimos de la ruta nacional 60, con las piedras que nos taladraban los pies a través del piso del Escarabajo, e ingresamos a un caminito encantado en el que las copas de los árboles formaban un túnel. Unos metros más adelante se abrió un gran espejo de agua azul, encajonado entre bosques y montañas. Era el lago Tromen. Sorpresivo, maravilloso. Comentamos algo que ya es habitual entre nosotros: “Todo nos sale bien”.
Jugamos a los equilibristas sobre los troncos caídos en el agua. Caminamos por la playa tratando de descifrar el interior de una rama de un bambú seca que crece silvestre en toda la zona, parecía de madera maciza. 


Llegamos a la aduana argentina e hicimos los trámites en un santiamén. Aunque nos demoró un poco la empleada de la Afip, quien nos empezó a hablar sobre los requisitos para traer productos electrónicos desde Chile. Cuando le dijimos que no pensábamos comprar nada, se empecinó en hacer una comparativa de precios resaltando las ventajas de adquirir Smart Tv´s, computadoras y celulares en el país vecino. Parecía una agente infiltrada del Ministerio de Economía, Fomento y Turismo chileno.
Masticando los últimos víveres de nuestra heladerita- alacena, no porque tuviéramos hambre sino para que no nos los decomisaran los carabineros, cruzamos la frontera. Nos recibió una autopista asfaltada, lisa, limpia y recién pintada.  

Ni un solo peso chileno
Cambiar de país entre distancias tan cortas, y percibir que las cosas son distintas, es lo mismo que ocurre con el olor de la piel de los seres humanos. Incluso conviviendo en un radio de pocos metros, el de algunos es cautivador, el de otros repulsivo. Este resultaba seductor. No solo por sus rutas inmaculadas, las granjas con animales pastando en las colinas, la selva valdiviana, y los ríos desplazándose tranquilos. También por la gente a la que le pedíamos indicaciones y a quienes yo no les entendía un pomo. El “po”, al cual mutan los “pues” de los chilenos, los convertía en la sílaba final de los lugares que nos mencionaban. Así convertía, por ejemplo, “Pucón” en “Pucónpo”. Fue otro de los juegos que nos mantuvieron despiertos durante las horas en la ruta, como la confección del “Escarargot”. Una tarea que nos demandó forzar y exigir al máximo la capacidad creativa de nuestro intelecto.

Domingo al atardecer. Fue un momento desatinado para tomar una ruta con características de tránsito parecidas a las de la Panamericana. Sobre todo en un camino que bordea el lago Villarrica, y uno de los balnearios más exclusivos del país. Ese que yo pronunciaba con un “po” al final. Tampoco pensábamos que la costa del Pacífico estaba a más de 300 kilómetros de la frontera, habíamos calculado unos ciento y pico. Cuando cayó el sol y los campos se convirtieron en ciudades y las autopistas en calles atestadas de automóviles, nos dimos cuenta de que esa noche no íbamos a llegar al mar. Pernoctamos en Villarrica, en una hostería sencilla despojada de todo tipo de confort. Una casa vieja de maderas crujientes, con pasillos largos y escaleras endebles, a la que le faltaba calor. Con los primeros rayos de sol saltamos de la cama y salimos en busca de un desayuno. Nos costó encontrar un bar abierto donde el café no fuera instantáneo, pero lo conseguimos en el centro de la ciudad. Lo que no logramos fue hacernos de billetes chilenos. El cambio que nos ofrecían era muy desfavorable, así que continuamos el viaje muñidos de la tarjeta de crédito. Pagar el estacionamiento en la calle se complicó bastante, pero nos aceptaron pesos argentinos.

Cerca del mediodía, entre bocinazos y embotellamientos por fin atravesamos Valdivia, la ciudad cabecera de la Región de los Ríos. La cercanía a la playa nos excitó. Llegamos a Niebla a la hora del almuerzo y nos ilusionamos con un lindo chiringuito sobre la playa. Durante este primer intento nos enteramos de que los comercios de la zona no trabajan con Visa, solo efectivo. “Allá arriba hay un restaurant en el que quizás sí les acepten”, informó la dueña señalando el camino zigzagueante y en ascenso, con los cerros cubiertos de vegetación a un lado. Sobre el otro el mar turquesa, con penínsulas y bahías donde amarran barquitos de pescadores. Las moras silvestres plagadas de frutos a punto crecían como maleza por doquier. Detuvimos el auto varias veces para cortar algunos y probarlos, eran deliciosos.      

Nunca encontramos el “restaurant de allá arriba”, pero llegamos a Los Molinos, entramos a Aquarius y conocimos a Fabiola, Robinson y a toda su troupe. La primera intención fue comer, y así lo hicimos: locos, lenguado con una salsa de mil mariscos y cerveza artesanal. Cambiamos de mesa varias veces hasta lograr lo que queríamos: la más cercana al mar. Durante las horas que pasamos embobados con esa atmósfera, diseñamos nuestro plan. 

Le preguntaríamos al mozo si por casualidad no conocía un sitio dónde alojarnos en el que pudiéramos pagar con tarjeta. Seguramente nos iba a decir que la patrona contaba con una cabaña en alquiler, y que no habría problema en que pagáramos comidas y hospedaje en la misma cuenta. Como en un all- inclusive, pero al estilo criollo.

Todo salió tal cual lo imaginamos. Inmediatamente se produjo un efecto dominó de respuestas positivas. Al rato se acercó Robinson, un hombre robusto, de ojos claros, la piel curtida por el sol, y bastante ampuloso en su manera de hablar. Sostenía una notebook entre sus manos y nos mostró las fotos de la casa que tiene en Loncoyen –que en mapuche quiere decir “cabeza de ballena”- y que se encuentra todavía un poco más arriba, sobre el camino que bordea la costa. 


Anaranjadas puestas de sol en el horizonte marino, un enorme deck exterior por debajo del cual cae una pendiente selvática hacia la playa y una cabaña con muchas más habitaciones de las que necesitábamos. No entendimos si nos estaba haciendo una broma o si de verdad esa era la casa que alquilaba. 



Mar de fondo
Ese hombre amigable nos guió hasta el lugar. No nos dio las llaves en mano, las colocó en la cerradura, y se desentendió. Sus ayudantes esperaban que él dictara las órdenes para comenzar a descargar los salmones de la camioneta. Arriba de una gran mesa dispuesta al aire libre ubicaron uno a uno los pescados. En un primer momento hicimos los comentarios típicos: “¡Qué bárbaro!” “¡Qué grandes!” “¡Qué cantidad!”. Al decir: “¡Qué lindos!” ya no pudimos soportar el espectáculo de ver cómo les cortaban las cabezas y se desangraban.
El orgullo con que los pescadores exhibían a sus presas resultaba chocante, con lo cuestionada que está en Chile la industria salmonera. Los grandes criaderos, como Marine Harvest entre muchos otros, están aniquilando la vida marina. Contaminándolo todo con peligrosos virus y enfermedades que una vez que ingresan al medio acuático es casi imposible de recuperar. Atiborran a los peces con antibióticos y antibacterianos para protegerlos de pestes como el ISA, el SRS y el Piojo de Mar. Sin embargo, a pesar de esto, muchas veces se producen brotes y esos animales contaminados son sacados de las jaulas donde los crían hacinados y arrojados al mar en estado de putrefacción. De hecho, a principios de marzo, habían sido descartadas por las salmoneras 4.000 toneladas de pescado. 


Hoy el país atraviesa una seria catástrofe ambiental, la marea roja. Un fenómeno que se da a partir de una excesiva proliferación de microalgas con elevadas concentraciones de toxinas. Éstas contaminan a los mariscos que si son consumidos pueden llegar a causar la muerte. Algunos culpan a El Niño por la marea roja, otros a los desechos de las salmoneras. Opiniones encontradas ante las cuales es fácil advertir quiénes defienden intereses económicos y quiénes intentan proteger a la naturaleza.

La guarida que acabábamos de conseguir estaba a unos pocos metros de la casa principal, donde vive la familia dueña del restaurant. En Loncoyen nuestra cotidianidad transcurre a deshoras, cuando el antojo llega, ni antes ni después. Computadoras, teléfonos, el mate, la comida y los libros se acomodan en el sillón hamaca. Ahí hacemos nido. 

Con la llegada de la niebla no nos vemos ni las caras, al rato se despeja. Nos causa gracia lo que acaba de ocurrir y dedicamos el tiempo siguiente a elucubrar teorías. Cualquiera puede ser tanto acertada como completamente errónea. No importa. 
Escribimos, cocinamos, hacemos una expedición hasta la playa, nos encontramos unas vacas retozando, islotes de algas y caracoles violeta. 

Anibal intenta dibujar en la arena. Quiere escribir una frase larguísima al filo de las olas, con la marea en subida. Cuando está por llegar al final aparece una ráfaga de espuma blanca y borra todo. Aunque tanta tenacidad lo lleva al éxito. El agua está fría como un témpano. Los pies se nos congelan. Una milésima de segundo en el que comprendemos que zambullirnos en estas olas permanecerá perpetuamente en el plano de las expresiones de deseo.

Presenciar el descuartizamiento de los salmones nos había dejado un tanto acongojados. Nos preguntábamos qué sentirían esos hombres al atraparlos. Si sabrían el deterioro que eso significa para la especie, o si vaciar los mares groseramente para llenarse los bolsillos les remordería la consciencia.
Entre comentarios superfluos que tenían que ver con el clima e indicaciones de rutas, una tarde Robinson se sinceró con Anibal (a quien no le cuesta nada hacer hablar hasta a las piedras). Le contó sobre las suculentas ganancias que reporta la venta de salmones, y cómo son las travesías que realiza con los pescadores a un lugar preciso, donde un río se choca contra el mar. El sinceramiento se dio cuando admitió que hay noches en las que no puede pegar un ojo pensando en el daño que ocasiona al ecosistema marítimo. 
Sin embargo, nosotros, que desde ese momento no dejamos de pensar y de investigar sobre el tema, llegamos a la conclusión de que Robinson le está haciendo un favor al entorno natural. El salmón no es una especie autóctona, fue introducida desde Alemania en 1903. A partir de esos huevos incubados, Chile hoy se ubica en el segundo puesto de exportación de carne de salmónido. Produce un tercio del consumo mundial y mueve millones y millones de dólares al año. Se reprodujeron descontroladamente, transformándose en temerosos depredadores de la fauna acuática local. Así que no sabemos si la pesca artesanal de Robinson se debe condenar o promover.

Más que pescador, este hombre se considera un excelente empresario, de esos que transforman el polvo en oro. Tiene una visión bastante particular sobre cómo lograr el éxito: tratando a sus empleados como si fueran de la familia. Sostiene que es importante comer todos en la misma mesa, ayudarse con los problemas personales y asociarse en emprendimientos paralelos que los favorezcan a todos por igual. También hay una cofradía entre las mujeres, ninguna se queda sola cuando los hombres salen a la mar. 

Esto pude comprobarlo una de esas noches en la cabaña cuando se acabó la garrafa justo al momento de entrar a la ducha. Le golpeé la puerta a Fabiola en la casa de al lado y le expliqué la situación. Ya no había nada que pudiéramos hacer a esa hora, así que me permitió ducharme en su baño. A pesar de que intenté pasar desapercibida y hacer el trámite rápido para no molestar, no pude evitar espiar lo que ocurría en el living, donde había un clima de distensión. Las camareras del restaurant estaban entregadas a las manos mágicas de un peluquero que les arreglaba el pelo. Un chico con un look muy estrafalario, vestido como si fuera un clown, con botitas rojas de lona, pantalón amarillo apretadísimo, una remera a rayas y un gorro enorme. Muy atentos miraban la novela en una pantalla de catorce mil pulgadas entre ruleros, planchitas y tinturas. La que picoteaba maníes descansaba en la cama matrimonial. La vi porque la puerta del cuarto estaba entreabierta, se reía de las cosas que decían en el otro ambiente. Fabiola y una amiga se dedicaban a la costura, mientras una hilvanaba retazos de tela, la otra los cosía en la máquina.  El día de trabajo había terminado con la despedida del último comensal; el próximo llegaría mañana, era hora de relajar, con las olas del mar rugiendo en la playa, unos cientos de metros más abajo. El verano pronto se acabaría. Llegaría el invierno con sus lluvias potentes e interminables, las que mantienen vivo el esplendor de la selva fría valdiviana.

Hasta pronto, vecinos!  
Después de cinco días en territorio chileno, dejamos de posponer la partida. Nos despedimos del océano Pacífico sabiendo que pronto encararíamos hacia el Atlántico, y averiguamos cómo desandar nuestros pasos para cruzar la frontera por un camino distinto al que habíamos venido. 


Encaramos hacia el lago Panguipulli, con destino final Puerto Fuy. Desde allí cruzaríamos en una barcaza que atraviesa el lago Pirihueico acercándonos bastante al límite con Argentina.
Llegamos al puerto dos horas antes de la partida del pontón. Del bar donde nos sentamos a tomar algo nos espantó una invasión de avispas. No era la primera vez. Ya habíamos presenciado, en varios lugares tanto de Argentina como de Chile, avalanchas de avispas que, al mejor estilo moscas, se nos pegaban a la piel, nos zumbaban en los oídos y se posaban sobre la comida. Son las “chaqueta amarilla”, una variedad que entre el fin del verano y principio del otoño se torna insoportable, sobre todo para quienes disfrutar de un rato al aire libre. Otra especie introducida que no tiene depredadores y que cada vez se expande por más zonas descontroladamente.  


El Escarabajo se subió a la barca. Solo lo acompañó un vehículo más. La navegación transcurrió con el sol cayendo detrás de las montañas, iluminando de a ratos los árboles que cubrían las laderas, desvelando playas escondidas, sobre el agua verde como una esmeralda. Desembarcamos en la costa de enfrente. Entrada la noche atravesamos el paso Hua Hum y tomamos el camino de tierra en medio del bosque. De nuevo el ripio, las piedras atronando sobre el auto, la noche cerrada y la incógnita de no saber qué habría alrededor. Como brújula, el cielo completamente estrellado y un sendero que llegaba hasta lo que daban las débiles luces del Volkswagen.


Como ya conté anteriormente, al llegar a San Martín de los Andes, el auto se paró. Fue capaz de alcanzarnos hasta una cuadra antes de una estación de servicio, estaba sin una gota de nafta. Lo que no había contado es que, en esa misma cuadra, antes de salir, habíamos dejado un tesoro escondido. En una vereda cualquiera, debajo de una piedra y protegido del agua. Una semana después, aún nos esperaba allí. La flor sagrada, intacta. 
















Continuará... (Cap. 18) En un lugar de la refutalaufquen

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