martes, 22 de marzo de 2016

"Para abajo, Escarabajo!" (Cap. 15) La máquina del tiempo

La filmadora de 8mm sigue la corrida del niño que baja la cuesta de un parque bordeado de flores. En lo alto de la colina se ve una capilla de piedra y madera, con techo de tejuelas negras. La imagen realiza un paneo serruchado hasta mostrar el paisaje de un lago. El lago y las montañas se tambalean unos segundos y el acercamiento del zoom deja al cuadro fuera de foco. Todo se vuelve blanco con una raya roja vertical que corre por el centro. La luz cegadora del proyector en la pantalla vacía; el traqueteo de la cola de película suelta; la voz de mi mamá que alcanza a preguntar lo obvio antes del apagón: "¿Se terminó?" 

¿Dónde están los rollos de la infancia? Mi papá nos filmaba a mi hermana y a mí, en Bariloche, con su primera cámara Minolta. Nunca dejé de ser ese niño, y no pienso dejar de serlo. Por eso ando en un Escarabajo que, igual que yo, es modelo ´58. 


Mi auto es una máquina del tiempo. Viajando en él, se entremezclan las hojas del almanaque. Se desvanecen los mitos de lo moderno. Se entra en la órbita de la Eternidad. ¿O acaso a los que imaginaban el futuro, hace 60 años, se les habría ocurrido que el mismo automóvil que veían pasar en aquel entonces, seguiría corriendo por las montañas seis décadas más tarde? ¡Estamos en el Siglo XXI! ¿No se suponía que a esta altura los autos deberían volar? 


La permanencia del Nahuel Huapi
Llego a Bariloche por tercera vez en mi vida. Me siento a mirar el paisaje sobre la base circular de un gran árbol cortado. Cuento los anillos del tronco. Con cada anillo el tiempo se corre un año hacia atrás. Alcanzo a contar cincuenta... El niño corre por la colina detrás de su hermana. Las risas llegan hasta un monje que está plantando el pino sobre el que estoy sentado. Oigo mi propia risa llegando hasta mí, con el retardo del viento que primero agita las hojas a los lejos y luego me despeina. Es el mismo árbol y es la misma risa. 

Las dos veces anteriores, estuve en el Gran Hotel Panamericano, muy cerca de la capilla donde mi papá nos filmó, a un par de kilómetros del Llao Llao. Decido ir por tercera vez. Flor me acompaña con el tono justo de alguien que comprende todo, sin que tenga que explicarle nada. Entramos con el Escarabajo trepando la empinada rampa del hotel. Los recuerdos de cuando vine de chico, hace 50 años, se confunden con los de la segunda vez; cuando volví como padre; con mi hija Julieta y dos amiguitas de su escuela primaria, hace casi 25 años. 

Uno podría pensar que la realidad es un decorado donde transcurren las escenas de la vida. Y cuando se sale de escena, el decorado se desarma... Pero todo está igual que siempre. Solo un tinte de misterio y ausencia, cubre la vieja escenografía. Otra vez el silencio, rasgado por el roce de los autos que pasan de largo, es el principal protagonista. Mis pasos crujen sobre el abandono. El pecho se me llena de algo que no comprendo. Se parece a las ganas de llorar. 

Está el cartel donde estaba el nombre del hotel pero el nombre no está. El césped del parque se ve prolijamente cortado, aunque hace tiempo que nadie lo riega. Todo está en su lugar pero el lugar parece que se ha ido. Como una ferretería cuando cambia de dueño. Como un sueño donde todo es familiar y, sin embargo, nada es lo que debiera ser. 

Estaciono en la puerta de entrada y me tomo un instante antes de bajar del auto. Una hoja de papel pegada en el vidrio, avisa algo antes de caerse: "Cerrado por refacciones". ¿Se puede arreglar el pasado? 
Atravieso el parque seco hasta el salón de estar y el comedor. El tiempo es una sábana blanca que se posa sobre los muebles. Los pasajeros de antes son los fantasmas de ahora. ¿Y yo, qué; no soy acaso uno de esos fantasmas? 
Una racha de viento cruza hacia el lago. Se oye el gemido del óxido y una hamaca se balancea sola. ¿Seré yo el pasajero invisible que la mueve desde otro tiempo? Florencia no habla. Hace su propio recorrido por mi pasado. Al mismo tiempo nos sentamos cada uno en una hamaca y empezamos a balancearnos. Las cadenas resisten nuestro ímpetu. Echamos los cuerpos hacia atrás y nos miramos riendo al apuntar con los pies bien arriba. Luego corremos para seguir con el subibaja. Arriba, abajo, atrás, adelante, todo es una metáfora. 


Dejamos los juegos y vamos hasta el mirador, donde está el mástil. Julieta, mi nena, corre a mi alrededor muerta de risa, perseguida por su amiguita. Se agarra de mis pantalones y me usa de escudo. La rescato a upa y la siento sobre mis hombros para mirar la permanencia del lago. Levanto la vista y veo los jirones del tiempo en lo que alguna vez fue la bandera argentina. El aire, sin embargo, se mantiene joven y fresco, inmortal. Como las moras silvestres que arranco y disfruto en el jardín. Todo se mancha de símbolos. Todo sigue estando ahí, como el primer día. Todo sigue siendo posible. Todo se puede reescribir. 

Me subo a la máquina del tiempo, le doy arranque otra vez y continúo recorriendo el mapa de mi destino. Más adelante comprenderé que la vida no es otra cosa que un viaje. Un viaje que también termina cuando se regresa a casa. 







Continuará... (Cap. 16) Llao Llao: de Caras al Escarabajo

lunes, 21 de marzo de 2016

"Para abajo, Escarabajo!" (Cap. 14) Sin GPS


Vamos a la deriva… Cambiamos de rumbo según como sople el viento. Amanecemos acá y no sabemos dónde pasaremos la noche siguiente. No tenemos plan ni GPS. Nos guiamos preguntando a los lugareños, siguiendo las indicaciones de los carteles inciertos, de nuestro instinto y de nuestros deseos que a veces son pasajeros. Más de una vez llegamos a un lugar con la idea de vivirlo, instalarnos un par de días, sentirlo. Sin embargo, con recorrerlo durante una hora basta. Volvemos a la ruta sin saber adónde ir, confiando en encontrar el lugar que nos esté esperando a nosotros. Solo tenemos una consigna: tomar siempre caminos que lleven hacia adelante, sin volver sobre nuestros pasos a menos que no quede otra opción. Así viajamos.  

El punto medio de la ruta 40, que va desde La Quiaca, en Jujuy, hasta Cabo Vírgenes, en Santa Cruz, está en Chos Malal. Exactamente en el kilómetro 2.623. Es uno de los pocos lugares por donde pasamos dos veces durante el viaje. Aquí encontramos algo así como amigos y hasta casa propia. 



La primera vez llegamos al mediodía y nos hospedamos en la hostería La Farfalla. Una cálida casa de familia devenida en posada atendida por sus también cálidos dueños, Fity y Beto. 

La conversación comenzó a la tardecita, cuando ella nos explicó que, en italiano, el nombre del lugar quiere decir “la mariposa”. Así lo bautizaron porque luego de una gran tristeza que vivieron en la familia, el parque de la casa se llenó de mariposas blancas, como si fueran ángeles guardianes. Sentados en el porche, la charla se fue tornando cada vez más osada. Aceptamos la invitación de Fity y los cuatro nos trasladamos a la cocina para tomar una deliciosa sopa de verduras casera. Anibal fue designado por la dueña de casa para bendecir la mesa, sus bellas palabras nos emocionaron profundamente y se convirtieron en el puntapié inicial para una noche colmada de confesiones. Nos fuimos a dormir de madrugada conmocionados con la intensa intimidad que en pocas horas logramos con ese matrimonio de desconocidos. 

Al otro día seguimos viaje hacia el norte neuquino pensando que como máximo en 24 horas volveríamos a bajar. Sin embargo, transcurrió casi una semana hasta que llegamos nuevamente a Chos Malal, a los tirones y con la bomba de nafta rota… Esta vez fue el Escarabajo quien decidió por nosotros el destino. Arribó a lo de Dante y el Colo y ahí se nos estancó durante tres días. Atorado por una basura que entró con el combustible como quien se atraganta con un huesito de pollo escondido en la sopa. 

El taller de estos dos alucinados por la mecánica, es una de las sedes sociales del pueblo. Diversos personajes deambulan por ese bunker a tomar mate, una cerveza, a transmitir algún chisme local o, simplemente, a estar. Durante toda una tarde, mientras Dante indagaba los síntomas del Escarabajo utilizando el sistema de prueba y error, nos enteramos de muchas cosas. 


Así supimos que en El Torreón hacen unas deliciosas empanadas de chivito, que para ir al lago Aluminé el camino más atractivo es el de Pino Hachado, que Chos Malal fue capital provincial, y que el Colo hace unos asados tan tiernos que la carne puede cortarse con el tenedor. En los días sucedáneos corroboramos todas y cada una de las cosas que esa primera tarde aprendimos en el taller.  

Ahí encontramos a Fernando, uno de los dueños del hostel La Quimera donde nos alojamos muy cómodamente. Vanesa, su socia, nos recibió la primera noche y como éramos los únicos huéspedes dejó toda la casa a nuestra disposición. Nos tiramos en los sillones del living a mirar la tele. Todo seguía igual, los mismos políticos de siempre discutiendo sobre las mismas cosas. Cuando uno se aleja de su lugar tiene la ridícula ilusión de que en su ausencia la realidad puede cambiar. 
La noche siguiente el Colo nos invitó a su casa como si fuéramos parte del grupo de amigos que habitualmente recibe para un asado. Ahí comprobamos algo que técnicamente parece imposible: cortar un trozo de lomo con el tenedor. Anibal lo logró. Llegamos a la conclusión de que el Colo es muy buen asador o que oculta una extraña manera de afilar los tenedores. 
  
En La Quimera nos dedicamos a escribir para tratar de poner al día nuestro blog. Desayunamos con uvas, higos y dulces de la casa, bajo una galería cubierta de parras, con racimos que llegaban casi hasta el suelo. Fueron más de dos días de pausa hasta que el Escarabajo logró reponerse de su indigestión.

El paraíso del Pehuén
En mapuche Pehuén quiere decir araucaria, una variedad de conífera considerada un fósil viviente. En las cercanías de Villa Pehuenia brotan de la tierra exuberantemente. 

Atravesar ese bosque es como internarse en la era de los dinosaurios. Antes de entrar a la morada mágica de las araucarias, vimos al volcán Copahue escupir una furiosa columna de humo, más adelante pasamos junto a un gran incendio que ennegrecía los pajonales de las montañas y después nos llamó la atención una mole blanca en medio del desierto, donde se dice que viven un montón de chinos trabajando en un experimento secreto. Al menos eso fue lo que escuchamos en la sede social de los mecánicos de Chos Malal. 

Avanzábamos maravillados por los médanos de ceniza, la tarde se iba nublando y el frío cada vez más intenso nos obligaba a agregar otro abrigo al bajar del auto para sacar una foto. El paisaje cambió, la ruta se hizo de asfalto y, a lo lejos, Anibal vio una gaviota: “Tiene que haber un lago cerca”, alcanzó a decir antes de que el majestuoso Aluminé se extendiera frente a nuestra vista. Fue el primer lago verdadero que vimos, era de una extensión impactante. Ahí entendimos por qué los espejos de agua de Epu Lauquen son considerados lagunas y no lagos. 

Buscar un lugar para pasar la noche fue la excusa para comenzar a meternos en cada uno de los recovecos que la villa esconde. Montada sobre una península que lengüetea sobre el agua, las cabañas y hosterías compiten por ofrecer las mejores vistas. En Villa Pehuenia  el refinamiento y el buen gusto se ven por todos lados. A diferencia de lo que veníamos observando en otros lugares, aquí resultaba imposible encontrar construcciones feas.

Una habitación con entrepiso de madera y panorámica vista al lago, en noche de luna llena, hizo que nos decidiéramos por La Serena. Aunque no lo es, la hostería tiene comodidades de un hotel cinco estrellas, y un ambiente típico de las construcciones del Sur: piedra, troncos y un jardín con especies nativas que baja hasta la playa.


Nosotros, que nos la pasamos criticando la falta de refinamiento, no siempre encajamos dentro del perfil de los huéspedes de alto nivel. Por momentos somos bastante mersas: lavamos ropa en las bañeras, nos llevamos las mantequitas de los desayunos, los jaboncitos del baño, los frasquitos de champú y hasta nos ponemos a tostar pan dentro de la habitación. 
Pero eso sí, cuando llega el momento de irse del cuarto, Anibal se encarga de que todo quede en perfecto estado. Dice que es una falta de respeto dejarle las cosas sucias o desordenadas a la mucama. Así que acomoda las cobijas de las camas, tira todos los papeles que quedan dando vueltas al tacho, cuelga prolijamente las toallas usadas, y seca hasta la última gota del baño si estaba mojado.  

Si bien hemos acampado poco y nada, tenemos el Escarabajo cargado con material de camping. Desde los colchoncitos de cuna hasta una cocinita portátil que funciona con cartuchos de gas. Cuando el encargado del lugar me mostró la habitación dijo: “Acá no se puede cocinar”. Lo que no aclaró fue si no se podía porque no había dónde o porque estaba prohibido. Ante la duda, y viendo que en el entrepiso había un frigobar y una mesa bajo la ventana que daba al lago, desplegamos nuestro equipamiento. Con los vidrios abiertos, cocinamos un delicioso guiso en el anafe portátil y cenamos románticamente mirando la luna.    

Al día siguiente salimos, otra vez sin plan, a explorar los alrededores. Llegamos hasta Moquehue y su pueblito mínimo. Otro gran lago que se comunica con el Aluminé a través de un estrecho de agua llamado La Angostura. Fue un día divertido, de esos que cuando terminan no parecen haber tenido 24 horas sino muchas más. Volvimos a La Serena, a serenarnos.

Camino a San Martín de los Andes conocimos el pintoresco Aluminé y dormimos la siesta en una playita del río que lleva el mismo nombre que el pueblo y el lago. Por momentos Anibal se duerme al volante, suele ser después del almuerzo, y ese día ya habíamos pasado por lo de “La Morenaza”, que nos sirvió empanadas fritas con cerveza. Por suerte, con cerrar los ojos unos diez minutos hasta lograr el sueño profundo, como hacen los japoneses, al conductor del Escarabajo le alcanza para recomponerse y volver a tomar el control del vehículo fresco como una lechuga. Hemos dormido siestas en los lugares más insólitos. 

Por fin llegamos a San Martín de los Andes, la puerta de entrada al camino de los Siete Lagos. Pero nos fuimos por la ventana. Un súbito cambio de plan nos desvió noventa grados en el mapa y salimos en busca de aguas con horizontes que se pierden en la niebla. Allí, al otro lado de las montañas, donde viven los pescadores y se cocinan los más sabrosos mariscos. 




Continuará... (Cap. 15) La máquina del tiempo

jueves, 17 de marzo de 2016

"Para abajo, Escarabajo!" (Cap. 13) Y subió las montañas a los tirones, con la bomba rota

El talón de Aquiles del motor de un Escarabajo de 1.600 cm3 es, sin dudas, la bomba de nafta. Al menos esa es mi experiencia de los últimos años. Ya cambié como 5 bombas y vuelven a fallar y causar problemas. Esa bomba tiene la tarea de chupar la nafta que hay en el tanque y hacerla circular por un cañito de cobre hasta el carburador. Allí se mezcla con aire y se forma un spray altamente combustible que es aspirado dentro de los cilindros. En el momento oportuno, ese cóctel recibe la chispa de una bujía y explota, empujando hacia arriba al pistón que es como una tapa que sube y baja, entrando y saliendo de la cavidad lubricada del cilindro... Este rítmico movimiento de coito de los motores a explosión, es lo que ha dado vida a miles de millones de automóviles. Y lo que ha llevado a las industrias petroleras a tener el control del mundo moderno. 
Aunque ya se ha demostrado que lo mismo se puede lograr, en un motor convencional, usando agua en lugar de nafta. Sí. Agua de la canilla o de río o de una zanja y, como decía el gran genio inventor Stanley Meyer: "...Si no tengo agua, puedo derretir nieve para hacer andar mi auto." Pocos años después, el pobre Stan Meyer cayó muerto en el estacionamiento de un restaurant, del que había salido gritando que lo habían envenenado. 

Vale la pena poner su nombre en Google y en Youtube, para verlo andar en su boogie con motor de Escarabajo, con el cual cruzó Estados Unidos de costa a costa. No van a entender cómo es que seguimos usando petróleo, ni porqué la energía sigue siendo un problema; cuando podríamos abastecer todo el consumo energético con grupos electrógenos que funcionen con agua.  

"Para arriba, Escarabajo!"
La Ruta 40 y los caminos en la montaña, tienen subidas muy empinadas en las que se debe trepar durante kilómetros. A poco de salir de Manzano Amargo, -el pueblo donde festejan la plantación de pinos que debería estar prohibida-, el auto empieza a dar tirones y se para antes de llegar a la cima de una subida. 

Yo ya había descubierto que volcando agua fría sobre el cañito de cobre que transporta la nafta, lograba que el combustible volviera a circular y así conseguía poner en marcha otra vez el auto. Era mágico: levantaba la tapa del motor trasero, le tiraba agua al cañito y de inmediato veía como la nafta empezaba a llenar otra vez el filtro de plástico que había quedado vacío. Luego esperaba un par de minutos para volver a arrancar el motor y retomar el camino. 
Al principio esto pasaba muy de vez en cuando. Pero en el viaje rumbo a Chos Malal, el Escarabajo empezó a pararse cada vez más seguido. Lográbamos andar apenas unos 2 ó 3 kilómetros y el auto volvía a pararse. Yo bajaba, mojaba el cañito de la nafta, arrancaba y así seguíamos subiendo, a las sacudidas... Hasta que se nos terminó el agua. 


Florencia me ofreció el resto de agua que nos quedaba en la botella que usábamos para beber. Solos en medio de la nada, con casi cuarenta grados bajo el sol, no me pareció prudente usar lo poco que nos quedaba para nuestro consumo. Uno de los únicos vehículos en la historia del automóvil, que fue diseñado para ser refrigerado con aire, ahora necesitaba agua. 
Un auto se detiene al vernos parados. No tienen agua. Solo llevan una botella congelada para mantener fresca una heladerita de camping y nos la dan con mucha generosidad. Parezco Stanley Meyer tratando de derretir nieve. Logro hacer unos pocos kilómetros más y esta vez el auto se vuelve a parar en las inmediaciones de una planta industrial. Decido ir hasta allí en busca de agua.  


Tengo que sortear unos alambrados de púa y caminar por un campo lleno de abrojos. Voy hasta un arroyo que descubro en el camino pero está seco. No se oye ningún ruido. Solo el silencio pesado de las montañas y el roce de mis pasos en los pastizales quebradizos. Nada se mueve en la planta que parece una especie de central de energía. Sospecho que no hay nadie. 
De pronto inicio algo inesperado. A veces tengo comportamientos que no sé de dónde me salen. Comencé a golpear el bidón de plástico que llevaba en una mano, contra las dos botellas vacías que llevaba en la otra. Perturbé el aire con un ritmo murguero. Recuerdo que hice eso pero no para qué. Quizás quería ver si aparecía alguien o hacer ostensible mi presencia para no tomarlos por sorpresa... 

La murga avanzó hasta los fondos de la planta, junto a un alambrado de red fijado con columnas de cemento. Era tan alto como los que hay en las cárceles e igual de infranqueable. Probé de darle un golpecito con el dorso de la mano, para asegurarme de que no estuviera electrificado. La central fantasma estaba vacía. Vi la cucha de un perro guardián. Su ocupante debía encontrarse lejos de casa o ya estaría ladrando y mostrándome sus colmillos. Frente a mí, a pocos centímetros del otro lado del alambrado, en vez del perro había una canilla. Parecía una burla porque no tenía forma de llenar mis instrumentos de percusión, con semejante alambrado de por medio. Encontré una rama tirada y me las ingenié para pasarla por la red de alambre y mover la manija del grifo para abrirlo. Se oyó un resoplido parecido a una tos y no salió ni una gota de agua. Mejor así. 

De todos modos no pensaba volver con las manos vacías. Sabía que algo se me iba a ocurrir y que regresaría donde mi compañera con las botellas y el bidón llenos. Fui rodeando el perímetro de la central en busca de no sabía qué, hasta que encontré lo que no sabía que buscaba. En el centro de la planta había una acequia que estaba desbordada. Desde allí serpenteaba por el suelo un hilo de agua que lograba fugarse por debajo del alambrado. No era posible llenar las botellas y el bidón al ras de la tierra. Busqué una piedra y me puse a cavar. En unos segundos el pequeño pozo se llenó y pude hundir en él una de las botellas. Así cargué todo con agua sucia y emprendí el regreso triunfal. Al completar la vuelta alrededor de la planta y pasar por el frente, vi un cartel que decía: "Subestación de bombeo" y daba el nombre de un oleoducto que no recuerdo. 

Llegamos a Chos Malal a los tirones y encontramos el taller de Dante y El Colo. La bomba de nafta, con apenas dos semanas de uso, estaba rota. Descubrimos que la rotura fue causada por cargar nafta con basura que había tapado el cañito de cobre, lo cual obligó a la bomba a un trabajo forzado. Otra vez el Escarabajo nos había aguantado hasta llegar a un lugar seguro. 

Continuará... (Cap. 14) Sin GPS



martes, 15 de marzo de 2016

"Para abajo, Escarabajo!" (Cap. 12) El tigre del circo


No sé cómo es ir por la vida conduciendo un cero kilómetro, mucho menos uno de alta gama. Supongo que será muy cómodo y veloz, y que continuamente se recibirán miradas cargadas de deseo, sorpresa y hasta de envidia. No puedo saberlo porque tengo un auto común y corriente, que tiene más de veinte años de uso, y al que nadie mira. Lo que quiero contar aquí no tiene que ver con las ventajas de los autos último modelo, ni con la necesidad de cambiarlos año tras año para que no se desvaloricen. Tampoco tiene que ver con la idea de status que algunas personas relacionan al hecho de andar en un coche nuevo. Este relato cuenta la experiencia de viajar en un vehículo que entra en la categoría de reliquia, y también de mito, como el Escarabajo. 




Anibal, que se pone su juguete al hombro, y desde hace más de tres décadas es consciente de lo que representa moverse en un auto así, tiene la paciencia y la amabilidad de contarle la historia y las características mecánicas del coche a todo aquel que pregunte. (Doy fe de que son muchos). Él, como yo, cree profundamente en el rescate, en el cuidado y en ponerle amor a las cosas que se tienen, perpetuando su vida útil a través del tiempo.


De tanto hablar sobre la mecánica de este auto, aprendí una gran cantidad de cosas, como que no se refrigera con agua sino con aire. Escuché un montón de veces la historia de cuando Anibal lo encontró en el garage del edificio al que se habían mudado sus padres y se lo compró al dueño original, un vecino inglés llamado Mr. Stokes; que el auto es alemán, salido de la fábrica en Wolfsburg en diciembre de 1957, y por lo tanto es modelo ´58. 


El modelo anterior fue el último que tuvo la luneta trasera con vidrio ovalado –antes venían con vidrios repartidos-, y de ahí en más los hicieron con la luneta rectangular. Otra de las particularidades de esta versión, es que no tiene medidor de nafta en el tablero. Por eso es que hay que controlar el consumo periódicamente midiéndolo con una varilla que indica la cantidad de combustible.
También supe que hace diez años se le cambió el motor original, que era 1200, por uno de Combi que es 1600, lo cual le dio mayor potencia. Esa reforma le quitó, al habitáculo del motor, el espacio que tenía para la calefacción. Pensé que iba a lamentar esto durante la recorrida por los lagos del Sur. Sin embargo, nunca sentimos tanto frío, ni siquiera de noche.

Moverse en una máquina como esta es como ser famoso y estar obligado a saludar y firmar autógrafos. El que pasa caminando cuando todavía no terminamos de estacionar espera a que bajemos para hacernos algún comentario, una pregunta o contar una anécdota relacionada con el simpático cuatro ruedas. Los playeros que nos atienden en la estación de servicio se sienten privilegiados de tener que alimentar al Escarabajo, aunque algunos se desorientan al ver que el tanque de nafta está dentro del capot delantero, y no atrás como en la mayoría de los autos. La misma sorpresa expresan los que cobran el peaje, y hasta los policías que realizan controles quedan asombrados al vernos transitar en un vehículo tan añejo. Al final no nos piden ningún papel, se quedan charlando y mirando el auto. 

Todos saben que se trata de un bicho, pero algunos se confunden. Aunque es conocido mundialmente como Escarabajo o Beetle, le dicen cucaracha, cascarudo, bicho bolita, caracol y hasta vaquita de San Antonio. Incluso hay quienes nunca vieron uno en vivo y en directo, y tenerlo frente a sus ojos se convierte en toda una revolución. La noche que estuvimos en Barrancas fue como si hubiera llegado el circo al pueblo. El Escarabajo se convirtió en la atracción principal. Venían a mirarlo como si fuese un animal exótico de tierras lejanas. 

Hacía horas que en la ruta 40 no había más que desierto, el camino se estaba complicando para recorrerlo en la oscuridad y necesitábamos un sitio para pasar la noche. En lo alto de la montaña divisamos unas lucecitas, hacia allí apuntamos. 
Se trataba de Barrancas, una aldea diminuta con una hostería regenteada por dos viejitas que tenían todo impecable para recibir a los viajeros. Como siempre, llegamos con hambre. “Negra”, la mayor, nos mandó a un comedor que quedaba a un par de cuadras. Allí, como en tantos otros lugares de montaña, no existen los restaurantes. Hay que recurrir a las casas de familia que habilitan un ambiente para recibir gente y dar de comer.

Llamamos a la puerta y enseguida salió un hombre muy servicial. Nos invitó a pasar, prendió las luces, la tele, y llamó a su mujer e hijas para que pusieran manos a la obra en la cocina. Nosotros estábamos distraídos, hablando y comentando lo que decían en un programa político de Buenos Aires. De repente miramos por la ventana y vimos que había cerca de quince personas sacándose fotos junto a nuestro tigre estacionado en la puerta. Algunos esperaban su turno haciendo cola. Mientras, mensajeaban a los vecinos para que se acercaran a admirarlo. Fueron respetuosos, nos dejaron comer, pero a la salida nos rodearon e hicieron mil preguntas, nos felicitaron y se fotografiaron con nosotros y el esplendoroso animal.  

El papa y la papisa
Pasan cosas fuera de lo común viajando en este auto. Los bocinazos y las luces de quienes vienen de frente o nos pasan en la ruta son constantes. Anibal responde a cada uno de los saludos. Al principio yo no me daba cuenta, pero ahora estoy atenta y le aviso cuando veo que él no registró los entusiasmados gestos de algún automovilista. No es amable no responder a los saludos. Así hacemos kilómetros y kilómetros, recibiendo y devolviendo señas. Los transeúntes suelen mirarnos fijamente, a cada mirada Anibal responde alzando su mano, como si fuera el papa. Yo me contagié y terminé haciendo lo mismo.   

Si contamos que venimos de Buenos Aires nos preguntan por la velocidad crucero en ruta, el rendimiento de los kilómetros por litro de nafta y si es muy difícil conseguir los repuestos cuando algo se rompe. Los chicos se quedan hechizados. Será porque, como yo, vieron las películas de Cupido Motorizado mil veces, divertidos con las aventuras de Herbie, el auto con vida propia. Muchos se acercan a acariciarlo, como si se hubieran encontrado un cachorro callejero.

Un mediodía, en San Martín de los Andes, me quedé sola en el asiento del acompañante mientras Anibal hacía unas compras. En un repentino acto de coquetería, saqué el esmalte del bolsito de los cosméticos y me acomodé para pintarme las uñas sobre un libro de tapa dura. Entre pincelada y pincelada escuché: “¡Qué supercopadísimo! ¡Chicos, vengan, miren!” A los dos segundos estaba rodeada. “Faaaaa”, gritaban los pequeños que se iban multiplicando alrededor del Escarabajo como hormigas sobre una cuchara con restos de dulce de leche. Sus cabecitas empezaron a asomar por las ventanillas abiertas y las cataratas de preguntas no tardaron en llegar. Imposible ignorarlos, ya me había convertido en la papisa, tuve que abandonar el intento de pintarme las uñas, dejarlos subir y acceder a que jugaran ante el volante como expertos pilotos. El brillo corrido perdura hasta hoy, varias semanas después.   

Pero si hay algo para lo que este auto no es bueno, es para pasar desapercibido. Más de una vez nos cruzamos con personas que dijeron habernos visto por las calles del pueblo anterior. En Villa Pehuenia, por ejemplo, un hombre joven dijo habernos visto pasar en varios lugares. Era de la zona y se emocionó al haber podido hablar finalmente con nosotros. Otra noche, en Chos Malal, estacionamos y bajamos en una calle oscura. Íbamos a tomar un helado. Un muchacho que venía caminando chifló para que lo esperáramos y con un entusiasmo desbordante nos contó que él está arreglando desde hace años un coche igual. Hablamos largo rato y se despidió diciendo que su sueño era terminar de repararlo, y hacer un viaje como el que nosotros hacemos en estos momentos.   

El Escarabajo nos está llevando y trayendo de los lugares más bellos y también más dificultosos. Ripio, cornisa, montaña, serrucho y subidas que incluso a las 4x4 les cuesta alcanzar. Este auto sube, baja, se agarra, se adapta, se achica, se agranda y es inteligente como Herbie. Cuando tiene un problema nos lo hace saber con tiempo, y cuando necesitó parar lo hizo justo en la puerta de un buen taller mecánico. Incluso en la Patagonia, en medio de la montaña, un lugar en el que nunca antes había estado.

Volviendo de Chile realizó una proeza digna de un ser pensante, e incluso compasivo. Bien avanzada la noche entramos a Argentina por el paso Hua Hum, llegamos desde Puerto Fuy en la última barcaza que cruza el lago Pirihueico. Fueron unos 40 kilómetros en la pura oscuridad, por un camino de ripio en un estado deplorable. No había absolutamente nada ni nadie. Yo, como de costumbre, indicaba las curvas y contracurvas que divisaba más adelante. Casi en estado de pánico, pidiéndole perdón a Anibal por las indicaciones. No lo podía controlar, las advertencias brotaban de mi boca aún cuando me había propuesto no interferir. No me gusta viajar de noche si no estoy al volante. Tardamos mucho en llegar a San Martín de los Andes. Cuando finalmente bajamos de la montaña y desembocamos en la calle principal, el Escarabajo se paró. No hubo forma de hacerlo arrancar. Anibal pensó unos segundos, hizo cuentas: “Nos quedamos sin nafta”, anunció. Bajó del auto, chequeó el tanque y corroboró que, efectivamente, estaba vacío. Tenemos una autonomía de 340 kilómetros y nos habíamos equivocado en los cálculos.


Respiramos aliviados, al mirar hacia adelante vimos una YPF a una cuadra y media. Los dos abrazamos al Escarabajo y le agradecimos sinceramente por reclamarnos el tan merecido alimento en el lugar más oportuno. “Te dije que a este auto lo ibas a terminar amando”, me susurró al oído su fiel conductor. 











Continuará... (Cap. 13) Y subió las montañas a los tirones, con la bomba rota

jueves, 3 de marzo de 2016

"Para abajo, Escarabajo!" (Cap. 11) Epu Lauquen, Chos Malal; ¡llegamos a la Patagonia!

Cuando entramos a Monte Bubi el 24 de diciembre, echando una nube de humo blanco por el escape y fumigando a todos los que estaban en el camping como si fuéramos los del servicio contra el dengue, era difícil pensar que el Escarabajo llegaría algún día de verdad a los lagos del Sur. Pero hace varios miles de kilómetros que el paisaje y los nombres en los carteles nos confirman que, otro sueño delirante de los nuestros, ya es una realidad. No quiero revelar lo que veo, ahora mismo, desde la ventana donde escribo. Me aguanto por no matar el suspenso del relato. Estoy donde la línea completa del horizonte se esconde detrás de la niebla. Hay un rumor que se repite eternamente y el viento porta un acento distinto, mezclado con olor a pescado. Ya dije mucho, vuelvo hacia atrás... 

Las piedras castigan el piso del auto a medida que avanzo por caminos de montaña. Cada tanto se oye como un disparo bajo nuestros pies y Flor pega un grito mientras se las ingenia para no volcar el mate que nos va cebando. Las Pirelli 5.60.15 vienen soportando estos caminos sin una sola pinchadura. Yo voy a la velocidad que tengo que ir para poder llegar. Por momentos estamos en un rally. "¡Curva a la derecha con bajada!" "¡Contracurva a la izquierda muy cerrada!" "¡Allá viene un auto de frente, cuidado! La acompañante va anunciando todos los desafíos. Aquí es donde se ve de qué esta hecho un Escarabajo alemán de los años ´50. Trepando subidas muy empinadas, rebotando en los serruchos, aguantando la tierra y los vientos que en vano intentan sacarlo de su destino. Nunca mejor dicho un "¡allá vamos!" 

Epu Lauquen significa dos lagunas. Es un área protegida en el norte de la Provincia de Neuquén. La codicia y la ignorancia de los hombres que proliferan en el "mundo civilizado", no han llegado todavía hasta aquí. Aunque muy cerca, en el camino a Epu Lauquen, ya se ven grandes plantaciones de pinos que en pocos años se van a llevar puesto también este maravilloso paisaje originario. A no ser que alguien haga algo pronto para impedirlo, el negocio de la madera no dejará de arruinar para siempre, buena parte de lo que hoy nos resulta tan fascinante. Y lo poco que se salve del avance de la industria del pino, acabará siendo pisoteado por la falta de imaginación y sensibilidad de los que se dedican a la explotación comercial del turismo. "Mejor no pino", decía Flor, acusándome de censurar sus críticas, pero yo voy a opinar en la misma dirección que mi compañera. 


Yo les pregunto a los que se dedican al negocio de la madera; ¿por qué en vez de seguir plantando pinos, no se ponen a plantar bambú? ¿Tienen alguna idea del enorme potencial del bambú para construir casas, que además tendrían la ventaja de ser antisísmicas? ¿Saben la calidad de revestimientos que se logran con el bambú y la aplicación que tiene en la fabricación de muebles, bicicletas, tablas de nieve o snowboards y una infinidad de usos? ¿Para qué seguimos plantando pinos que luego se expanden sin control hacia las zonas de árboles nativos? En el bambú, aunque existen variedades que son muy invasoras, si se elige la especie adecuada, desarrollará una mata de no más de 3 metros de diámetro y será perfectamente manejable. Es una gramínea; o sea, un pasto gigante. Hay tipos de bambú que producen cañas de más de 20 centímetros de diámetro, con alturas que superan los 15 metros. 


Cuando fui hace un par de años a Costa Rica para participar de un taller de construcción natural que dictaba Martín Coto, uno de los más grandes maestros bambuseros del mundo, quedé extasiado al ver una caña de 60 centímetros de circunferencia por casi 20 metros de alto. Me abrace a esa columna de acero vegetal y lloré de emoción. Pero si yo cortaba esa caña, al cabo de unos 2 años volvería a encontrar otra caña igual, en la misma mata. Es un pasto; si lo cortan vuelve a crecer una y otra vez por más de un siglo que es lo que se estima que dura un bambuzal. Cuando llega el final de ese ciclo, todas las matas de bambú, que a veces cubren grandes extensiones formando un bosque de caña, florecen al mismo tiempo y mueren. Pero esa flor que da el bambú por única vez en su vida, justo antes de morir, no es otra cosa que la semilla que producirá su renacimiento. Así, a los 7 años, otra vez estará el bambuzal como nuevo, esperando ser cosechado. ¡¿Cómo puede ser que no estemos aprovechando esta maravilla que nos ofrece la Naturaleza?! 

Y también le pregunto a los políticos: ¿Cuánto vamos a tener que esperar para que aparezca algún Intendente con mayúscula o un Gobernador o un Presidente que impulsen el desarrollo del bambú para aplicarlo a la construcción de viviendas? ¿Para qué seguir arruinando el planeta con tanta producción de hormigón armado y acero, cuando podemos hacer mejores estructuras con bambú? 

Yo todavía espero cumplir la promesa de traer a Martín Coto a la Argentina, para que nos de unos buenos talleres de construcción y manejo de cultivos de bambú. A ver si logramos despertar y dejamos de plantar pinos y de construir con hormigón, acero y ladrillos. Nunca se sabe, quizás estas líneas inspiren a algunos espíritus resueltos y emprendedores y podamos ver el inicio de la era del bambú en nuestro atrasado país... 
Mientras tanto, volvamos a la ruta. 

Un destino insondable
"No se le ha encontrado profundidad", advirtió la jovencita que nos recibió en la entrada a Epu Lauquen. A mí me pareció que la construcción de esa frase no podía ser suya. Supe que la chica repetía la oración como si fuera una consigna, un santo y seña. Son esas cosas que se dicen cuando se quiere crear misterio. Ni Flor ni yo dijimos nada pero los dos pensamos lo mismo: "¿No se le ha encontrado profundidad porque es insondable o es que no lo midieron?" Por fin habíamos llegado a los lagos del Sur. Por más que se empeñen en traducir lauquen como laguna, para nosotros era un lago. Al salir de la oficinita de madera, fuimos a sacarnos la primera foto a la orilla del agua. 

Armamos la carpa. Al fin teníamos la oportunidad de probar nuestro invento exclusivo; los colchoncitos de cuna. Cuando estuvimos en Monte Bubi, al sur de Gesell, no nos resultó fácil dormir sobre el piso duro del camping. Teníamos esos aislantes, que son bastante más gruesos que una feta de jamón cocido, pero igual no alcanzaba. Nos levantábamos más duros que Tutánkamón. Así que empezamos a diseñar alguna colchoneta que pudiéramos meter en el Escarabajo, sin sacrificar la Santa Reposera de Flor. Entre las pruebas que hicimos mientras Supermachke y Beto se ocupaban de arreglar nuestro auto, ensayamos una colchoneta inflable. No terminaba de ser lo más cómodo del mundo pero el problema era que el plástico hacía ruido al moverse. No era un sonido inspirador para el sueño. Y para otras cosas, menos. Además tardamos más de media hora sin poder desinflarla del todo. El tema fue quedando para otro día, hasta que nos acordamos de esto a último momento, la tarde anterior a la partida. Terminamos comprando dos colchoncitos de cuna de 50 centímetros de ancho por 1 metro de largo que calzaban bastante bien. Uno en el asiento trasero y el otro bajo la luneta. Uno tiene flores y el otro calesitas, ositos y demás motivos infantiles. 
Pasamos a despedirnos de mis viejos y cometí el error de responderle a mi mamá, -siempre interesada en saber de dónde vengo-, que veníamos de comprar dos colchoncitos de cuna. "¡Van a tener mellizos! ¡Yo se los cuido, yo se los cuido!" Era inútil querer explicar nada, cuando a una idishe mame se le mete algo en la cabeza, no hay quien la pare. Después de cenar nos despidió en el ascensor diciendo: "Yo entiendo si no me quieren contar ahora, pero quédense tranquilos; cuando los quieran dejar acá, yo los voy a cuidar muy bien." 

Era difícil cerrar la carpa. Un poco porque nos había quedado muy tirante pero, más que nada, porque no queríamos dejar de ver el paisaje. Flor se dedicó a la fotografía y, por suerte, también a la cocina. Me encantan sus fotos y más aún sus comidas. Saboreamos el postre, en los colchoncitos de cuna con vista al lago. 






Imagino un econáutico de casas flotantes de bioarquitectura, en las bahías calmas que hay en este lago. Pienso en un lugar diseñado para un tipo de visitantes muy interesados en la ecología. Un centro de artes con un restaurant de comidas orgánicas y varias cabañas flotando sobre la transparencia. Imagino un sumergible de ferrocemento con motor eléctrico, para paseos bajo el agua. Aquí el viento empieza cuando sale el sol y crea un destino ideal para la navegación a vela, el windsurf y otras disciplinas de viento. Hay una cascada cerca y otras lagunas en lo alto de las montañas. 











Es necesario crear un proyecto de turismo sensible y original que impida el desembarco de los operadores turísticos convencionales que se mueven por interés comercial. La mejor manera que conozco para proteger un lugar como este, es ocuparlo con un emprendimiento permacultural. Eso atraerá a personas muy especiales de distintas partes del mundo, quienes vendrán justamente a buscar ese tipo de propuesta. Epu Lauquen merece algo así y yo estaría encantado de hacerlo. 



Continuará... (Cap. 12) El tigre del circo