sábado, 30 de enero de 2016

"Para abajo, Escarabajo!" (Cap. 2) "¿Al faro Querandí caminando...? ¡Ustedes están locos!"

Monte Bubi queda cerca del faro Querandí, bastante más cerca que Alaska. Pero nosotros no lo sabíamos. Tres días después de proponerle a Anibal llegar hasta allá caminando, salimos a media mañana, después del desayuno de frutas con forma de corazón y algunos mates. 


Media botella de agua en la mochila para que pesara menos, y dos remeras de mangas largas por si refrescaba. 
Al salir nos cruzamos con Jorge, el encargado del camping, y le preguntamos si sabía cuántos kilómetros eran. Soltó una carcajada y dijo: “¿Al faro Querandí caminando...? ¡Imposible, son más de 25 kilómetros! Tienen que ir con el camión que lleva a todos los turistas”. 

Desanimados y ya sin plan, fuimos hasta la orilla del mar con la idea de pasear un poco. Encaramos hacia el sur. 

Caminamos distraídos hasta Mar de las Pampas y Mar Azul, donde nos topamos con zonas de aglutinamiento humano. Empezamos a jugar: ¿con quién, de solo mirarlo, pasarías un fin de semana de lujuria? Ninguno de los dos nos tentamos demasiado. 
Yo me asombré al ver hombres semidesnudos con panzas de barril de cerveza. Una pregunta empezó a rondarme: ¿por qué la mayoría de los hombres son tan exigentes y pretenciosos con los cuerpos de las mujeres cuando en carne propia dejan tanto que desear? Claro que algunos se destacaban, los que corrían con calzas apretadas y zapatillas supersónicas. Pero qué tipo de afinidad puedo tener yo con ellos, a mí que me gusta comer, tomar vino, leer, mirar películas, fumar, divagar… 

Los balnearios quedaron atrás. El paisaje cambió de fisonomía y fue tomado por imponentes camionetas 4x4 que utilizaban las anchas playas de autopista. Familias numerosas montaban sus tiendas de campaña, y los hombres desplegaban sus cañas de pescar. Pobres peces…

De pronto, unas amenazadoras nubes oscurecieron el cielo y nos sorprendió un chaparrón. Fuimos a guarecernos debajo de una de las casitas de los bañeros y aprovechamos para preguntarles dónde estábamos. Desde Monte Bubi ya habíamos caminado doce kilómetros. 

Paró la lluvia y decidimos seguir, todavía nos sentíamos enteros. El sol asomó nuevamente. Arena, cielo y mar, nada más. Cada tanto encontrábamos una naranja.  

Allá, a lo lejos, perdido entre la bruma, emergió el faro y festejamos el descubrimiento. Más cerca, sobre la playa, divisamos una construcción de madera. Pensamos que quizás alguien había tenido el buen tino de poner un barcito en ese lugar desolado. 
Ya había pasado el mediodía y no hubiera estado mal parar a comer algo y descansar. Pero no se trataba de nada parecido a un local gastronómico. Era una casilla cerrada perteneciente a un balneario nudista, "opcional", como aclaraba el cartel. Dos hombres se bañaban desnudos en el mar, ninguno calificaba para el lujurioso fin de semana. 

Seguimos caminando y descartamos de nuestras mentes la idea de una comida. Saboreamos una naranja. 
Las primeras molestias comenzaron en los pies, se nos estaba ampollando la parte entre los dedos y la planta de tanto rozar contra la arena. 

Nos dábamos ánimo mutuamente diciendo que no era nada, nos los mojábamos porque el agua de mar todo lo cura. El otro problema era el sol, cada minúsculo rastro de piel que quedaba a su merced, dolía. Ni los sombreros ni los pareos alcanzaban para cubrirnos enteramente. Pero lo peor fue cuando se me agarrotó un músculo de la pantorrilla. A medida que el faro dejaba de ser una especie de alucinación e iba tomando una forma más real, los tirones y dolores en la pierna aumentaban. Sin embargo, la única opción era seguir. En ese lugar no hay escapatoria. Hacia la derecha solo médanos y más médanos, hacia la izquierda el mar, y hacia arriba el cielo. Pensé si los helicópteros de rescate servirían nada más que para salvatajes de ahogados. ¿Quién rescata al que se lanza a caminar contando con sus dos piernas y una le falla?

Ya hacía varios kilómetros que, sin decirlo, los dos sabíamos que el faro era un camino de ida. La vuelta solo sería posible a dedo, en una de esas camionetas 4x4. Aunque a esa altura del camino nos preocupaba ver que cada vez había menos. 

Anibal no quería parar a descansar porque temía que luego no pudiéramos levantarnos. Pero el viento era fuertísimo y la arena nos ametrallaba los cuerpos. Nos refugiamos tras un médano. Era una película del Sahara; solo faltaban los camellos y los beduinos. Retomar la marcha fue toda una hazaña, estábamos rengos, quemados, hambrientos. 

Al verme tan dolorida, él propuso pegar la vuelta. Después de todo el faro parecía estar ahí nomás, la meta hubiera podido considerarse como cumplida. Pero no, renga como estaba yo me había propuesto llegar, y lo haríamos. No me pregunten con qué objetivo. Subimos los altísimos médanos, que para nosotros eran como montañas gigantes, y los bajamos deslizándonos como pesos muertos. 



Así, después de cuatro horas y media de caminata, llegamos al faro Querandí. Entramos y quedamos pasmados ante la gran escalera en espiral. “Son 256 escalones”, advirtió el cuidador. Nosotros nos reímos y con la mirada nos dijimos que la subida quedaría para otra oportunidad. 


Regresamos a la playa en busca de transporte, empezaba a caer el sol. Las primeras tres camionetas nos rebotaron; que no tenían lugar, que iban para el otro lado… El bañero nos sugirió hablar con el cuidador del faro para pasar la noche allí. El alma se nos vino a los pies, y nuestros pies no daban para más. Ya era hora de terminar con la aventura. 

Volvimos a recorrer los 25 kilómetros por la playa de regreso a Monte Bubi, esta vez cómodamente sentados en el asiento trasero de la camioneta de una pareja de mendocinos que se apiadó de nosotros. Eran docentes, nos contaron que a pesar de tener la costa del pacífico chilena muy cerca preferían la argentina porque las aguas son más cálidas, comentaron el precio de los churros en la playa y mostraron su preocupación por el nivel de alcoholismo en los adolescentes.

Nos dejaron en la puerta del camping. Entramos por la calle principal caminando como la momia de Titanes en el Ring. Rumbo a la carpa nos cruzamos con Jorge y, entusiasmados como chicos, le contamos que habíamos logrado llegar caminando al faro. Él nos miró de arriba abajo, se dio cuenta de nuestro calamitoso estado y murmuró: “Ustedes dos están locos”.  

Continuará... (Cap. 3) Las doradas naranjas del mar

viernes, 29 de enero de 2016

"Para abajo, Escarabajo!" (Cap. 1) Hizo falta tanto aceite para llegar a Monte Bubi...

La noche del 23 de Diciembre, llego al Rancho Alegre de Flor, en Maschwitz, con el Escarabajo que falla como si tuviera una basura en el carburador. El plan es partir a la madrugada hacia nuestro primer destino: el campamento Monte Bubi, cerca de Mar de las Pampas. Siento esa falla como un aviso de mal agüero... A pesar de que ya son más de las 9 de la noche, llamo a mi querido mecánico Héctor, que tiene un apellido tan complicado de escribir que es ideal para usarlo como password: Matzschke. Se pronuncia "machke" pero yo lo llamo "Supermachke". Más difícil que su apellido, es encontrar un capo de la mecánica como él. 

Por teléfono, Supermachke ya me da un diagnóstico del problema: "es una pavada; se quemó el control electrónico del chicler de baja. Pasen por el taller mañana temprano, cuando salen de viaje, que en menos de un minuto de reloj lo resolvemos." Y repitió su advertencia que pronto se confirmaría como una condena: "Pero acordate que el motor de tu auto estuvo andando mucho tiempo lleno de barro. El barro se cocinó y quedó el motor dentro de un horno de cerámica que, para sacar esa arcilla cocida, tuvimos que cortarla con sierra de mano y amoladora. Así que no sé cuanto pueda durar un motor que estuvo funcionando pasado de temperatura y sin ninguna posibilidad de refrigerarse. No se te fundió porque es un Escarabajo. Pero no sé cuánto más va a seguir andando..." 

24 de Diciembre a la mañana. Supermachke arregló la falla en mucho menos tiempo que el que usó para volver a insistir, por enésima vez, con su preocupación por la durabilidad del motor. Como él también se estaba yendo a pasar la Navidad en la playa, nos despedimos con un abrazo y allí empezó nuestro viaje a los lagos del Sur. 

A poco de andar, comienza a titilar una de esas luces que uno nunca quiere ver encendidas: la de la presión de aceite. Por las dudas... seguimos adelante. Aunque sea, para poder salir de la ciudad. No fuera cosa que el motor se nos rompiera en la Avenida Libertador y termináramos pasando la Nochebuena en la sede central del Automóvil Club! 

De pronto, la luz verde del aceite se apaga, como si el auto apoyara nuestra determinación a viajar. Hacemos 60 kilómetros y vuelve a encenderse la luz mala; esta vez de modo permanente. Paramos en una estación de servicio de la Ruta 2 y encuentro el motor bañado en aceite. La varilla marca que nos falta 1 litro. 

¡Llamando a Supermachke! 
"Houston, tenemos un problema...", le digo ni bien me atiende. Por suerte tiene la gentileza de no responderme "te lo dije". Y haciendo honor a su lugar de superhéroe, me dice: "Estoy en la Ruta 41 llegando a la Ruta 2. Te espero en ese cruce, así veo el auto." 

Que un mecánico te atienda dos veces un 24 de Diciembre, es algo notable. Pero que encima se disponga a darte auxilio en la ruta, mientras está yendo de vacaciones con su mujer, ya es un hecho sorprendente que merece ser contado. Matzschke y Fanny nos esperaban a pleno sol, en las cercanías de Castelli. Sólo necesitó abrir el capot trasero y lo volvió a cerrar. 
"Algo se rompió y está tirando el aceite hacia afuera. Mientras le vayas agregando aceite y lo controles para que no se quede sin lubricación, el auto va a seguir andando." 


Ya estábamos jugados. Volver era igual que seguir. Pero si lográbamos llegar a nuestro 1er destino en Mar de las Pampas, por lo menos no se nos arruinarían las fiestas... Matzschke nos siguió hasta Dolores y Fanny lo siguió a él. Es una de esas compañeras de fierro que lo habría seguido, igual de contenta, si su marido decidía escoltarnos hasta Tierra del Fuego. 


Así fuimos patinando unos cuántos litros de aceite, para alcanzar el camping Monte Bubi, al sur de Villa Gesell. Entramos fumigando con humo blanco al resto de los acampantes. Saludábamos a todos haciéndonos los simpáticos, para que no nos putearan. Pero la gente se enternece cuando ve un Escarabajo. 



Armamos la carpa bajo un gran pino volcado y nos trepamos a las ramas altas, desde donde se veía el horizonte azul del Atlántico. Fuimos hasta la playa y nos mojamos los pies en el mar. Sólo los pies, para empezar a gozar de a poco... 




Bañado en aceite, echando humo, mi fiel compañero nos había aguantado hasta aquí. Como en esas películas de samurais que realizan actos heróicos, mi Escarabajo nos ofrendó la proeza de llegar al Monte Bubi con el motor roto. ¿Qué otra cosa puedo sentir por él, más que un amor incondicional? 


Continuará... (Cap. 2) "¿Al faro Querandí caminando...? ¡Ustedes están locos!"   

domingo, 17 de enero de 2016

"Para abajo, Escarabajo!" (Introducción) De Dique Luján a los lagos del Sur

Cuando las personas razonables pretenden contar una historia, normalmente comienzan por el principio. Pero si nosotros fuéramos razonables, no tendríamos ninguna historia que contar. Nuestras vidas se organizan y suceden a partir de lo que aparece en nuestras fantasías. En las mentes de quienes se dedican a realizar sus imaginaciones, la frontera entre lo ensoñado y lo real, se vuelve una materia incierta. El tiempo deja de ser una constante lineal que va del pasado al futuro. A menudo se detiene y en ocasiones creemos ver que se mueve hacia atrás. Desde una cronología ambigua, todos los planes y los hechos a narrar se vuelven imprecisos. De modo que no podemos hacernos responsables del resultado de este relato -que en realidad se cuenta a sí mismo-. En todo caso, sólo intentaremos escribirlo... 

Vivimos la mitad de la semana en una casa que flota, casi siempre, sobre las aguas del Río Luján. Aunque a veces, según cómo se combine el viento con los cambios de las mareas y las crecidas, el agua en la que flotamos es la del Paraná de las Palmas. 

Pero hay claros indicios de que antes aquí estuvo el mar. Hace poco, durante una excavación en el campo del vecino de al lado, apareció el esqueleto de una ballena. 


Estamos en las afueras del pueblito de Dique Luján, en los humedales de Maschwitz. Hoy, este es el lugar donde termina el Delta y el paisaje se transforma en una pampa inundable que fuga hacia la puesta del sol. 



La pregunta que nos hacemos es: si por miles de años esto fue el lecho marino, ¿no podría suceder que algún día el mar decida volver? 
De allí surgió la idea de que, si queríamos vivir en el territorio de las aguas, lo mejor y lo más prudente sería flotar... 



Ya van unos cuantos años desde que decidí vivir de acuerdo a mis fantasías y tomármelas tan en serio, como para transformarlas en proyectos. Desde entonces me dedico a realizar sueños delirantes. Mi lema es: CREO LO QUE CREO. Donde creer y crear son una misma cosa. Pero esto no es un invento mío; más adelante veremos que así es como funciona el Universo. 





Ahora le cedo el teclado a Flor, para comenzar el sueño que queremos contar en este blog. Un viaje de exploración a la Patagonia, en busca de un lago donde fundar otro ecovecindario de casas flotantes. Una travesía de ocho mil kilómetros en mi fiel Escarabajo que, al igual que yo, es modelo ´58. 








El resto de la semana vivimos en el Rancho Alegre; la burbuja terrenal que inventé para concretar varias de mis quimeras. 
En esta casa alejada -sobre todo del "deber ser"- se expresan mis almas más genuinas: la posadera, la cocinera, la escritora, la decoradora, la contempladora de cada hoja nueva que brota, de los fuegos y las perras, de los cambios de luz y temperatura... 


Aquí es donde los viajes de mi imaginación empezaron a bajar a tierra. 





Con Anibal nos conocimos cuando fui a su casa flotante, a entrevistarlo para la revista Día 32. Esa charla se extendió hasta la caída del sol, pero continúa aún hoy, un año después. 

Nos potenciamos la dura creencia de vivir con reglas propias. En libertad, trascendencia y con amor por las cosas que, así como son de simples, son de inexplicables. Tan quietos como somos de inquietos, no nos gustan las vacaciones. Nos gustan los viajes. 

¿La diferencia? La intención. Estar en tránsito es un bien estar. Llegar es el fin. En tanto: abrir los ojos y dejar entrar los colores, zigzaguear en el barro, armar frases con el trino de los pájaros y sentarse sucios sobre los sillones blancos. 
Un mapa en la mano y un destino. Si es desconocido, mejor. Si es lejos, mejor. Si hablan otro idioma, mejor. Y si no hay fecha de regreso, mucho mejor.   

Llegó el momento de la partida. Salimos y volvimos. El Escarabajo no estaba en condiciones de llegar a los lagos del Sur, y nosotros todavía no habíamos encontrado la inspiración para empezar a escribir. Como suele ocurrir, el fracaso resultó ser una bendición. 

Continuará... (Cap. 1) Hizo falta tanto aceite para llegar a Monte Bubi...