viernes, 3 de junio de 2016

"Para abajo, Escarabajo!" (Cap. 18) En un lugar de la refutalaufquen!

El asombro es un encendedor descartable. En un viaje de tantos miles de kilómetros, llega un momento en que se le termina el gas. ¿Cuántas veces puede uno abrir la boca y quedarse extasiado ante un paisaje? ¿Cuántos árboles soy capaz de admirar con sorpresa y emoción hasta que todo pasa a ser un bosque más? De pronto, los lagos se vuelven más o menos todos iguales; rodeados de montañas que siempre son bastante parecidas. ¿Cascotear el auto durante 40 kilómetros de ripio, para ir a ver otra cascada más? 


Y entre los estampidos de las piedras en el piso del Escarabajo y el polvo que lo cubre todo, me lleno de pensamientos vergonzantes: "¿Qué sentido tiene haber venido tan lejos? ¿No habría sido mejor quedarse en casa mirando Netflix? ¿Qué voy a encontrar aquí que justifique seguir alejándome de mi casa flotante, con mi cocinita, mi inodoro y mi ducha...?" 

Alguien nos dijo: "¡No dejen de ir a Villa Traful!" y fuimos. Otro agregó: "¡Vayan al lago Meliquina!" y también fuimos. Uno insistió con que: "¡No pueden pasar de largo sin conocer Villa La Angostura!" pero no nos dio para hacerle caso. Y varios propusieron: "Ya que están, ¿por qué no siguen hasta Tierra del Fuego?" 
Anuncios de pueblos que no se ven. La ruta como único testimonio de vida inteligente. Kilómetros patagónicos en el vacío que dejó el mar. Y el Escarabajo que va, como un caballo manso, transitando el desierto de nuestros caprichos. Alegre, distraído, sin dar muestras de que le pese el esfuerzo, él se divierte con la inocencia de un chico, corriendo una carrera con su sombra. 


Así pasamos por sitios que siempre quisimos conocer, sin que se nos moviera la aguja del amperímetro. 
De Villa Traful lo más destacable fue que llegamos por un camino de ripio que zigzagueaba en un bosque de montaña, escapando de una 4x4 de las grosas que no nos pudo alcanzar! 
Seguramente nuestro desencanto no tuvo que ver con el lugar en sí, sino con no haber podido cumplir las expectativas que teníamos. Pensábamos parar allí unos días, en un paraíso donde acampar a la vera del lago. Pero llegamos de noche. Los lugares lindos eran caros, y los accesibles, feos, de lo peor que vimos en el viaje. Luego de dar muchas vueltas, cuando se acercaba la medianoche, una familia nos dio hospedaje en un gran parque donde había un complejo de cabañas. Poco después de bajar los bártulos, y mientras nos acomodábamos prendiendo palo santo para tapar el olor a humedad que salía del baño, vimos dos carpas a unos metros de la cabaña. Eran los hijos de los dueños con sus amigos, teniendo una pijamada de sábado a la noche. Unos diez pibes que gritaban, se reían, corrían y escuchaban diferentes músicas en sus celulares. Una mirada entre los dos bastó para entender que debíamos irnos, a pesar de lo tarde que era. Nos dio un ataque de risa, y conteniéndonos golpeamos a la puerta de la casa principal para anunciar nuestra partida. Terminamos en una coqueta hostería frente al lago. Nos costó bastante más de lo que veníamos pagando en otros lugares pero dormimos en una cama king size, calentitos y sin olor a humedad. 
En el lago Meliquina hicimos un asado en el camping que es hermoso. Pero nos espantó una invasión de abejas carnívoras que nos disputaban cada bocado que intentábamos comer. Después supimos que en realidad son una especie de avispas llamadas "chaqueta amarilla". Las introdujeron desde Alemania para eliminar a los tábanos pero como aquí no tienen ningún freno, se han expandido por toda la Patagonia de Chile y Argentina. Parece que hay un plan para reducir su impacto, que consiste en importar otra especie de microavispa desde Nueva Zelanda, que es un depredador natural de la alemana. Por suerte la avispita maorí no tiene aguijón y es inofensiva para nosotros. ¿No habrá algún otro insecto que se pueda importar para que se coma a los pinos, antes de que invadan todo el Sur? Seguimos viaje. 


Otro pueblo que siempre añoraba conocer era El Bolsón. Pero no estuvimos ahí ni media hora. Lo mismo fue en Gaiman, Trevelin, Esquel, Cholila. Partes del viaje en que usamos al auto como un avión y volamos por arriba de los lugares. Miramos lo poco que se alcanza a ver desde la velocidad, sin sacar ni siquiera una foto. Los kilómetros pasan por debajo de nosotros que viajamos como dormidos. Sin duda son sitios que también tienen sus maravillas. Pero cuando uno está demasiado lleno, por más exquisito que sea el manjar que le pongan delante, no podrá incarle el diente. 


La carrera iba a terminar con las últimas luces del día, y conmigo, que ya no quería seguir manejando. Al abandonar la ruta 40 por el camino que lleva hacia el lago Epuyén, vimos un cartel que decía: "El Hoyo, Capital Nacional de la Fruta Fina". Es una zona que está plagada de rosa mosqueta, moras silvestres, frambuesas y todos los demás frutos rojos. Fuimos pasando junto a chacras que producen y venden dulces artesanales, hasta entrar en un bosque cerrado. Nos impresionó ver otra vez el tsunami de los pinos que, en su avance descontrolado, ahogan a los cipreses centenarios. Había un letrero que anunciaba un plan de recuperación de árboles nativos pero, a simple vista, ya no parecía que eso fuera posible. Al salir de la espesura del bosque, se nos abrió el pálido resplandor del lago Epuyén. En la costa de enfrente se alzaban unas montañas que me recordaron a las que yo dibujaba en mi cuaderno de clase de la primaria. Llegamos a Puerto Patriada. Unos viajeros que cruzamos a orillas del lago Puelo, nos habían recomendado venir aquí. No teníamos idea de cuán grande sería este centro turístico. Enseguida vimos que el lugar tenía mucho más de patriada que de puerto. Era un sitio de esos que fundan los pioneros, superando la adversidad de la distancia, abriendo caminos y afrontando la soledad del invierno. Un auténtico destino patagónico apartado del mundo. 


El dibujo del paisaje se iba oscureciendo y empezamos a dudar si encontraríamos alguna cabaña digna donde pasar la noche. Hacía frío y no teníamos ganas de armar la carpa. En marzo muchos hospedajes cierran, pero tuvimos suerte. Encontramos una hermosa cabañita de madera en el único sitio que vimos abierto: el campamento "Palo Quemado". Con ese nombre quizás deberíamos haber sido más prudentes y no encender nuestra cocinita en el cuarto para tostar pan. Veníamos con la urgencia del hambre y en el bosque la noche estaba demasiado fresca como para cocinar afuera. Nos armamos unos ricos tostados sin provocar ningún incendio. Con la panza llena y unos vasos de tinto, nos animamos un rato a mirar la luna sentados en el balcón. Como final de esa larga jornada, entramos a disfrutar de un delicioso postre que saboreamos en la cama y nos quedamos dormidos con el arrullo de un arroyo.  

A la mañana siguiente dejamos Palo Quemado y recorrimos la orilla del lago para verlo de día. Lo que vimos fue unas vacas, descansando en un lugar que resultaba insólito. Me habría sorprendido menos encontrarme con un plato volador. 
Nos fuimos de Puerto Patriada y, estando en la meca de los frutos rojos y los dulces artesanales, buscamos algunos para llevar de regalo a la familia. En la R40 paramos en El Monje, recorrimos la finca, donde también había manzanos y ciruelos. Hallamos un galpón donde fabrican cerveza artesanal, dimos con la casa donde cocinan y envasan los dulces y aterrizamos sobre la barra de un puestito de madera donde la vendedora desplegó los frascos abiertos de todas las variedades que producen. Como dos chicos en una fábrica de golosinas, probamos uno a uno los dulces. Cuando pensamos que ya no podríamos distinguir los sabores de tan empalagados que estábamos, descubrimos el sauco, el que más nos gustó. Son unos frutitos negros que crecen de un arbusto como en racimos. Están ahí, al alcance de la mano. Para cuando nos enteramos de que esos frutos inmaduros, sus semillas, sus hojas y su corteza pueden ser venenosos, ya habíamos comido unos cuantos. 

Un paisaje de la refutalaufquen 
El verde de aquel río me sacudió como un despertador. Vislumbré la distancia entre la palabra que nombra al color y el milagro de ver el verde de verdad. Sentí que todo lo que había visto antes en mi vida, era apenas el imaginario confuso y desteñido de un ciego. El tiempo, el camino, el vértigo, la montaña; todo se detuvo. Se instaló en nuestro viaje una quietud que parecía imposible para un planeta que se mueve a cien mil kilómetros por hora alrededor del sol. Como cuando se descubre el amor por primera vez y uno se da cuenta de que desconocía esa magnitud. De pronto, todo vuelve a tener intensidad, trascendencia. Se regresa a la virginidad del asombro. Desde entonces, el verde ya nunca volverá a ser un color. Se crea una dimensión, un estado del ser. Algo eterno e indescifrable que seguirá siendo verde después de que llegue la oscuridad. 


Entramos al Parque Nacional Los Alerces, en la provincia de Chubut, quizás el más maravilloso de todos los lugares por los que habíamos pasado. O al menos es lo que me pareció a mí. Los viajes son siempre experiencias subjetivas. Como en la física cuántica, la observación siempre es modificada por el que observa. O sea que no existe la "realidad objetiva", porque el experimento se muestra de modo cambiante, según quién sea el que mire. Lo mismo pasa con este relato: el lugar es el que existe en la vivencia que yo escribo. Pero si viene otra persona a describirlo, hablará de un sitio diferente aunque las coordenadas, el día y la hora sean idénticos. 


Llegamos a un campamento a orillas del lago Rivadavia. Ya estábamos en la segunda semana de marzo. Los turistas se habían ido pocos días antes. El paisaje, la atmósfera, el silencio, el viento, los brillos, las fragancias, no sabría decir toda la receta de semejante delicia. Respiré como alguien que nace y el aire se me mezcló adentro con el verde que acababa de descubrir en ese río. Pensé en vivir doscientos años más y supe que así sería.  


Escaneamos el espacio para elegir dónde armar la carpa. Un iglú que ya tiene un montón de veranos encima y que todavía aguanta. Es una marca para recomendar. Aunque el nombre que le pusieron siempre me pareció un chiste: "Eusebio Sport". ¡No puede ser en serio! ¡No podés llamarte "Eusebio" y usar ese nombre para una marca; y encima ponerle al lado la palabra "Sport"! Para mí que se lo pusieron en joda. Pero la carpa es buenísima! 
Acampamos bajo unos álamos centenarios que fueron plantados por el abuelo chileno del hombre que cuida y maneja el camping. Pasamos el resto de la tarde recorriendo la orilla del lago Rivadavia, poblada de añejos arrayanes silvestres en flor. Todo ese paraíso para nosotros dos solos... 
Hicimos un fogón, cenamos y nos fuimos a dormir, sabiendo que éramos la única presencia humana en ese lejano y bello rincón del planeta. 

El sabor de vivir
En mitad de la noche me despertó un ruido. Era un sonido confuso; como si alguien estuviera revolviendo algo entre las cosas que habíamos dejado fuera de la carpa. Florencia dormía profundamente y no quise despertarla. Con una mini linternita de bolsillo como única arma, salí a investigar. La noche estaba fría y una bruma que ascendía desde el lago hacía más temible el panorama. El ruido no se originaba donde estaban nuestras cosas, provenía de un sitio más apartado. Dirigí el rayo de la linternita hacia la profundidad de la noche y el tubo blanco y resplandeciente que se formó en la niebla me encandiló. El sonido se detuvo. Cuando mi vista se acostumbró al resplandor, en el otro extremo del tubo, vi el brillo de dos ojos mirándome fijamente. Sentí la adrenalina corriendo por mi sangre. Me quedé inmóvil. 
Pensé en el machete que había dejado clavado en un pedazo de tronco caído. Pero tenía que avanzar unos diez metros en dirección a esa cosa, si quería alcanzarlo. ¿Serviría de defensa frente a un animal hambriento dispuesto a atacarnos? ¿Sería capaz de usarlo? ¿Con cuánta rapidez debería actuar? 
De pronto, los ojos dejaron de mirarme. Por el momento la bestia no estaba tan interesada en mí como para abandonar ese ruidoso objeto que desgarraba. Me moví sigilosamente, sin dejar de apuntar con el rayo de luz. Cada tanto el estruendo se interrumpía, y los ojos volvían a encenderse. Entonces yo me congelaba, para que no advirtiera que me estaba acercando. Por fin tuve en mi mano la empuñadura de madera del machete. En ese lugar no había perros y era zona de pumas. Mi machete no es gran cosa, pero es el mismo que me acompaña desde que fui de campamento a Mendoza, a los 15 años. 
De repente, cuando la lógica se impuso por encima del miedo, me di cuenta de lo que estaba pasando. Durante el día había visto los rastros dejados por otros visitantes en el sector de los residuos. Me llamó la atención una botella de Coca Cola medio llena, apoyada en el suelo contra un tacho de basura. Y pensé: "¿Habrán creído que alguien va a tomar eso?" 
El ruido de plástico roto venía de aquel lugar. ¡La bestia estaba desgarrando la botella de Coca para lamer "el sabor de la felicidad"! ¿Habrá experimentado lo que "es sentir de verdad" y comprobado que "todo va mejor..."? Lo cierto es que terminó su faena y los ojos encendidos se empezaron a encaminar hacia mí. La niebla no me dejaba ver pero, al estar más cerca, distinguí el contorno de su cabeza. Lo primero que advertí fueron sus orejas, erguidas, en estado de alerta. Puntiagudas como las de un lobo. Descarté que fuera un puma. Siguió avanzando y pude ver su hocico alargado. 
Mi cuerpo se llenó de un calor desconocido. Algo ancestral o instintivo brotó de mí. Comencé a emitir un gruñido grave, como el de un monstruo. La cosa se detuvo. Mi ronquido feroz ganaba fuerza, hasta que el animal optó por alejarse en dirección al lago. Entonces se iluminó su flanco y alcancé a ver su gran cola de tapado de piel. Era un zorro que se perdió en la niebla y escapó por la playa. A lo mejor se fue en busca de una Pepsi. 


Llegó la mañana y con ellla el campamaneto apareció lleno de ovejas acompañadas por sus borregos y algunos carneros. El rebaño corría contento. Se oía un cascabel en el verde prado. No sé cómo funciona el círculo de poder de las ovejas, pero era notorio como una, que encabezaba el rebaño, iba marcando hasta dónde se podía comer y hasta dónde no. Ninguna osaba sobrepasar a la líder para devorar las pasturas más espesas. Era como si esperaran la orden para atreverse a avanzar. Dicen que las ovejas tienen una inteligencia notable dentro del reino animal, y también sentimientos. Pero ninguna se dejó acariciar. 
Esa visita, esa invasión de lana, fue un anuncio del otoño. Era hora de volver hacia el norte, de regresar a casa. El cielo se puso oscuro y el aire se llenó de olor a lluvia. Desarmamos la carpa y volvimos a acomodar todo en el Escarabajo. Ya teníamos un entrenamiento profesional y sabíamos dónde iba cada cosa. Al partir comenzó a chispear. 
Nos dio pena no haber tenido tiempo ni energía para conocer el bosque de alerces milenarios, el tesoro mejor guardado del parque. Su nombre mapuche es "lahuán" que significa "abuelo, el que guarda toda la sabiduría". Nos había contado un guardaparque: el "abuelo" más impactante de ese alerzal tiene 57 metros de altura, 2,20 metros de diámetro y 2.600 años de vida. Sin embargo, pasamos de largo junto al cartel que indicaba el sendero para llegar a verlo. Si están allí desde hace miles de años, seguramente podrán esperar a que volvamos en otra oportunidad. 



Se había largado una nueva etapa de la carrera. Pero todavía nos dio para hacernos un almuerzo a orillas del lago Futalaufquen; tal vez el lugar más impactante de todo el viaje. 

Dormí sobre las piedras de la playa una de mis siestas de 10 minutos, en las que logro soñar y descansar profundamente. 
Visitamos de paso, en el Lago Verde, una hostería que fue el edificio más bello y refinado que vimos en todo el Sur. Algo sólo comparable al Llao Llao y a la gran hostería de Villa Futalaufquen, -ambos del gran arquitecto Bustillo-. Pero este otro proyecto era de diseño moderno. 




Lanzados otra vez a la velocidad del camino, fuimos a ver la maravillosa hostería de Bustillo sobre la costa Oeste del Futalaufquen. Ese fue el broche de oro. Ya no nos entraba más belleza en el cuerpo. 


Ahora solo era cuestión de cruzar la Patagonia hacia el Este y volver a casa bordeando el Atlántico. Así, cada tanto, podríamos detenernos a mirar el horizonte de nuestro mar. A partir de aquí se nos rompía la rima. El Escarabajo dejaba de ir para abajo. 




Continuará... (Epílogo) "Para arriba, Escarabajo!"