Los pescadores pierden el norte sumergidos en la espesa
bruma que brota del horizonte. Esa que deja a la inmensidad del mar sumida en
una oscuridad blanca. A pesar de haberla navegado incontables veces aún enceguece
a los marineros. La adrenalina corre por sus cuerpos como la primera vez.
Aunque aprendieron a dominarla, a dejarse estar, porque saben que pronto se
desvanecerá. La neblina no se detiene hasta bien entrada en la costa, y dar al
pueblo un aire fantasmal. Un efecto que puede producirse tanto al mediodía como
en plena noche. La villa se llama Niebla. Está ubicada en Chile, a 17
kilómetros de Valdivia, sobre la costa del Pacífico. Hace un tiempo un amigo me
habló de ese lugar y me enamoré del nombre. Prometía ser encantador.
Mientras Fabiola controla al personal y se hace cargo de
los proveedores que entran y salen con cajones de verduras y de pescado fresco,
Robinson mantiene una reunión con un grupo de hombres en el salón del
restaurant. Piensan en una estrategia para descargar los 300 kilos de salmones
que tienen en la parte trasera de una camioneta. Aquarius está en Los Molinos –
a pocos kilómetros de Niebla- y se especializa en pescados y mariscos.
Construido en madera, con grandes ventanales que dan al mar, manteles a cuadros,
redes colgadas de los techos y fotografías de Víctor Jara vistiendo las
paredes, es un típico bodegón de puerto. De los que abren a las 12 y dan de
comer durante toda la tarde. Sin embargo, nosotros no entramos allí atraídos por su fisonomía o
por los platos de mar, sino por el sticker de Visa pegado en la puerta.
Rumbo oeste
El día anterior habíamos amanecido en San Martín de los
Andes con la ilusión de comenzar el camino de los 7 lagos. Pasamos la noche en
el simpático hostel Sherpa, cocinando en comunidad, intercambiando datos con
otros viajeros y paseando por la ciudad. A la mañana, mientras preparábamos el
equipaje y estudiábamos los mapas tratando de decidir hacia dónde apuntaríamos,
nos dio uno de esos malos humores repentinos que cambian el estado de ánimo de
las personas sin ninguna razón. Creí que posiblemente tendríamos sobredosis de
lagos y montañas, y lo que necesitábamos era un cambio de aire. Suena raro y
hasta desagradecido, pero la belleza también empalaga. Estando tan cerca, era una
buena oportunidad para conocer Niebla… En algún momento habíamos barajado la
posibilidad de cruzar la frontera, pero todavía no había convencido a Anibal
por completo. No me costó mucho, fue más su docilidad que mi poder de
persuasión. Googleamos el paso más cercano y nos decidimos por Mamuil Malal.
Como era domingo, no pudimos cambiar plata, pero no nos
hicimos demasiado problema. Tampoco investigamos exhaustivamente los caminos
que debíamos seguir ni definimos el recorrido. Sin apuro. Simplemente cargamos
las cosas y después del mediodía salimos otra vez a la ruta. Retrocedimos sobre
nuestros pasos hacia Junín de los Andes –habíamos pasado el día anterior- y nos
internamos en el Parque Nacional Lanín. Nuevamente nos cautivaron las
milenarias araucarias, y lo más impactante, el majestuoso volcán con su cima
nevada. Mirando hacia un lado y hacia el otro, abriendo grandes los ojos para
absorber cada imagen, divisamos un pequeño cartel que señalaba un desvío.
Decía: “Tromen”, y marcaba una flechita hacia la derecha.
Salimos de la ruta nacional 60, con las piedras que nos taladraban los pies a
través del piso del Escarabajo, e ingresamos a un caminito encantado en el que
las copas de los árboles formaban un túnel. Unos metros más adelante se abrió un
gran espejo de agua azul, encajonado entre bosques y montañas. Era el lago Tromen. Sorpresivo, maravilloso. Comentamos algo que ya es habitual entre nosotros: “Todo nos sale bien”.
Jugamos a los equilibristas sobre los troncos caídos
en el agua. Caminamos por la playa tratando de descifrar el interior de una
rama de un bambú seca que crece silvestre en toda la zona, parecía de madera
maciza.
Llegamos a la aduana argentina e hicimos los trámites en
un santiamén. Aunque nos demoró un poco la empleada de la Afip, quien nos
empezó a hablar sobre los requisitos para traer productos electrónicos desde
Chile. Cuando le dijimos que no pensábamos comprar nada, se empecinó en hacer
una comparativa de precios resaltando las ventajas de adquirir Smart Tv´s, computadoras
y celulares en el país vecino. Parecía una agente infiltrada del Ministerio de
Economía, Fomento y Turismo chileno.
Masticando los últimos víveres de nuestra heladerita-
alacena, no porque tuviéramos hambre sino para que no nos los decomisaran los
carabineros, cruzamos la frontera. Nos recibió una autopista asfaltada, lisa,
limpia y recién pintada.
Ni un solo peso
chileno
Cambiar de país entre distancias tan cortas, y percibir
que las cosas son distintas, es lo mismo que ocurre con el olor de la piel de
los seres humanos. Incluso conviviendo en un radio de pocos metros, el de
algunos es cautivador, el de otros repulsivo. Este resultaba seductor. No solo
por sus rutas inmaculadas, las granjas con animales pastando en las colinas, la
selva valdiviana, y los ríos desplazándose tranquilos. También por la gente a
la que le pedíamos indicaciones y a quienes yo no les entendía un pomo. El
“po”, al cual mutan los “pues” de los chilenos, los convertía en la sílaba
final de los lugares que nos mencionaban. Así convertía, por ejemplo, “Pucón”
en “Pucónpo”. Fue otro de los juegos que nos mantuvieron despiertos durante las
horas en la ruta, como la confección del “Escarargot”. Una tarea que nos
demandó forzar y exigir al máximo la capacidad creativa de nuestro intelecto.
Domingo al atardecer. Fue un momento desatinado para
tomar una ruta con características de tránsito parecidas a las de la
Panamericana. Sobre todo en un camino que bordea el lago Villarrica, y uno de
los balnearios más exclusivos del país. Ese que yo pronunciaba con un “po” al
final. Tampoco pensábamos que la costa del Pacífico estaba a más de 300
kilómetros de la frontera, habíamos calculado unos ciento y pico. Cuando cayó
el sol y los campos se convirtieron en ciudades y las autopistas en calles
atestadas de automóviles, nos dimos cuenta de que esa noche no íbamos a llegar
al mar. Pernoctamos en Villarrica, en una hostería sencilla despojada de todo
tipo de confort. Una casa vieja de maderas crujientes, con pasillos largos y
escaleras endebles, a la que le faltaba calor. Con los primeros rayos de sol
saltamos de la cama y salimos en busca de un desayuno. Nos costó encontrar un
bar abierto donde el café no fuera instantáneo, pero lo conseguimos en el
centro de la ciudad. Lo que no logramos fue hacernos de billetes chilenos. El
cambio que nos ofrecían era muy desfavorable, así que continuamos el viaje muñidos
de la tarjeta de crédito. Pagar el estacionamiento en la calle se complicó
bastante, pero nos aceptaron pesos argentinos.
Cerca del mediodía, entre bocinazos y embotellamientos
por fin atravesamos Valdivia, la ciudad cabecera de la Región de los Ríos. La
cercanía a la playa nos excitó. Llegamos a Niebla a la hora del almuerzo y nos
ilusionamos con un lindo chiringuito sobre la playa. Durante este primer
intento nos enteramos de que los comercios de la zona no trabajan con Visa,
solo efectivo. “Allá arriba hay un restaurant en el que quizás sí les acepten”,
informó la dueña señalando el camino zigzagueante y en ascenso, con los cerros
cubiertos de vegetación a un lado. Sobre el otro el mar turquesa, con penínsulas
y bahías donde amarran barquitos de pescadores. Las moras silvestres plagadas
de frutos a punto crecían como maleza por doquier. Detuvimos el auto varias
veces para cortar algunos y probarlos, eran deliciosos.
Nunca encontramos el “restaurant de allá arriba”, pero
llegamos a Los Molinos, entramos a Aquarius y conocimos a Fabiola, Robinson y a
toda su troupe. La primera intención fue comer, y así lo hicimos: locos,
lenguado con una salsa de mil mariscos y cerveza artesanal. Cambiamos de mesa
varias veces hasta lograr lo que queríamos: la más cercana al mar. Durante las horas
que pasamos embobados con esa atmósfera, diseñamos nuestro plan.
Le preguntaríamos al mozo si por casualidad no conocía un
sitio dónde alojarnos en el que pudiéramos pagar con tarjeta. Seguramente nos
iba a decir que la patrona contaba con una cabaña en alquiler, y que no habría
problema en que pagáramos comidas y hospedaje en la misma cuenta. Como en un all-
inclusive, pero al estilo criollo.
Todo salió tal cual lo imaginamos. Inmediatamente se
produjo un efecto dominó de respuestas positivas. Al rato se acercó Robinson, un hombre robusto, de ojos
claros, la piel curtida por el sol, y bastante ampuloso en su manera de hablar.
Sostenía una notebook entre sus manos y nos mostró las fotos de la casa que
tiene en Loncoyen –que en mapuche quiere decir “cabeza de ballena”- y que se
encuentra todavía un poco más arriba, sobre el camino que bordea la costa.
Anaranjadas
puestas de sol en el horizonte marino, un enorme deck exterior por debajo del
cual cae una pendiente selvática hacia la playa y una cabaña con muchas más
habitaciones de las que necesitábamos. No entendimos si nos estaba haciendo una
broma o si de verdad esa era la casa que alquilaba.
Mar de fondo
Ese hombre amigable nos guió hasta el lugar. No nos dio
las llaves en mano, las colocó en la cerradura, y se desentendió. Sus ayudantes
esperaban que él dictara las órdenes para comenzar a descargar los salmones de
la camioneta. Arriba de una gran mesa dispuesta al aire libre ubicaron uno a
uno los pescados. En un primer momento hicimos los comentarios típicos: “¡Qué
bárbaro!” “¡Qué grandes!” “¡Qué cantidad!”. Al decir: “¡Qué lindos!” ya no
pudimos soportar el espectáculo de ver cómo les cortaban las cabezas y se desangraban.
El orgullo con que los pescadores exhibían a sus presas resultaba
chocante, con lo cuestionada que está en Chile la industria salmonera. Los
grandes criaderos, como Marine Harvest entre muchos otros, están aniquilando la
vida marina. Contaminándolo todo con peligrosos virus y enfermedades que una
vez que ingresan al medio acuático es casi imposible de recuperar. Atiborran a
los peces con antibióticos y antibacterianos para protegerlos de pestes como el
ISA, el SRS y el Piojo de Mar. Sin embargo, a pesar de esto, muchas veces se
producen brotes y esos animales contaminados son sacados de las jaulas donde
los crían hacinados y arrojados al mar en estado de putrefacción. De hecho, a principios de marzo, habían sido descartadas
por las salmoneras 4.000 toneladas de pescado.
Hoy el país
atraviesa una seria catástrofe ambiental, la marea roja. Un fenómeno que se da
a partir de una excesiva proliferación de microalgas con elevadas
concentraciones de toxinas. Éstas contaminan a los mariscos que si son consumidos
pueden llegar a causar la muerte. Algunos culpan a El Niño por la marea roja,
otros a los desechos de las salmoneras. Opiniones encontradas ante las cuales
es fácil advertir quiénes defienden intereses económicos y quiénes intentan
proteger a la naturaleza.
La guarida que acabábamos de conseguir estaba a unos
pocos metros de la casa principal, donde vive la familia dueña del restaurant. En
Loncoyen nuestra cotidianidad transcurre a deshoras, cuando el antojo llega, ni
antes ni después. Computadoras, teléfonos, el mate, la comida y los libros se acomodan en el sillón hamaca. Ahí hacemos nido.
Con la llegada de la niebla no
nos vemos ni las caras, al rato se despeja. Nos causa gracia lo que acaba de
ocurrir y dedicamos el tiempo siguiente a elucubrar teorías. Cualquiera puede
ser tanto acertada como completamente errónea. No importa.
Escribimos, cocinamos, hacemos una expedición hasta la playa, nos encontramos unas vacas retozando, islotes de algas y caracoles violeta.
Anibal intenta dibujar en la arena. Quiere escribir una frase larguísima al
filo de las olas, con la marea en subida. Cuando está por llegar al final
aparece una ráfaga de espuma blanca y borra todo. Aunque tanta tenacidad lo
lleva al éxito. El agua está fría como un témpano. Los pies se nos congelan. Una
milésima de segundo en el que comprendemos que zambullirnos en estas olas permanecerá
perpetuamente en el plano de las expresiones de deseo.
Presenciar el descuartizamiento de los salmones nos había
dejado un tanto acongojados. Nos preguntábamos qué sentirían esos hombres al
atraparlos. Si sabrían el deterioro que eso significa para la especie, o si
vaciar los mares groseramente para llenarse los bolsillos les remordería la
consciencia.
Entre comentarios superfluos que tenían que ver con el
clima e indicaciones de rutas, una tarde Robinson se sinceró con Anibal (a
quien no le cuesta nada hacer hablar hasta a las piedras). Le contó sobre las
suculentas ganancias que reporta la venta de salmones, y cómo son las
travesías que realiza con los pescadores a un lugar preciso, donde un río se
choca contra el mar. El sinceramiento se dio cuando admitió que hay noches en
las que no puede pegar un ojo pensando en el daño que ocasiona al ecosistema
marítimo.
Sin embargo, nosotros, que desde ese momento no dejamos de pensar y
de investigar sobre el tema, llegamos a la conclusión de que Robinson le está
haciendo un favor al entorno natural. El salmón no es una especie autóctona,
fue introducida desde Alemania en 1903. A partir de esos huevos incubados,
Chile hoy se ubica en el segundo puesto de exportación de carne de salmónido.
Produce un tercio del consumo mundial y mueve millones y millones de dólares al
año. Se reprodujeron descontroladamente, transformándose en temerosos
depredadores de la fauna acuática local. Así que no sabemos si la pesca artesanal de Robinson se debe condenar o promover.
Más que pescador, este hombre se considera un excelente
empresario, de esos que transforman el polvo en oro. Tiene una visión bastante
particular sobre cómo lograr el éxito: tratando a sus empleados como si fueran de la
familia. Sostiene que es importante comer todos en la misma mesa, ayudarse con
los problemas personales y asociarse en emprendimientos paralelos que los
favorezcan a todos por igual. También hay una cofradía entre las mujeres,
ninguna se queda sola cuando los hombres salen a la mar.
Esto pude comprobarlo una de esas noches en la cabaña cuando
se acabó la garrafa justo al momento de entrar a la ducha. Le golpeé la puerta
a Fabiola en la casa de al lado y le expliqué la situación. Ya no había nada
que pudiéramos hacer a esa hora, así que me permitió ducharme en su baño. A
pesar de que intenté pasar desapercibida y hacer el trámite rápido para no
molestar, no pude evitar espiar lo que ocurría en el living, donde había un
clima de distensión. Las camareras del restaurant estaban entregadas a las
manos mágicas de un peluquero que les arreglaba el pelo. Un chico con un look
muy estrafalario, vestido como si fuera un clown, con botitas rojas de lona,
pantalón amarillo apretadísimo, una remera a rayas y un gorro enorme. Muy
atentos miraban la novela en una pantalla de catorce mil pulgadas entre
ruleros, planchitas y tinturas. La que picoteaba maníes descansaba en la cama
matrimonial. La vi porque la puerta del cuarto estaba entreabierta, se reía de
las cosas que decían en el otro ambiente. Fabiola y una amiga se dedicaban a la
costura, mientras una hilvanaba retazos de tela, la otra los cosía en la
máquina. El día de trabajo había
terminado con la despedida del último comensal; el próximo llegaría mañana, era
hora de relajar, con las olas del mar rugiendo en la playa, unos cientos de
metros más abajo. El verano pronto se acabaría. Llegaría el invierno con sus lluvias
potentes e interminables, las que mantienen vivo el esplendor de la selva fría valdiviana.
Hasta pronto,
vecinos!
Después de cinco días en territorio chileno, dejamos de
posponer la partida. Nos despedimos del océano Pacífico sabiendo que pronto
encararíamos hacia el Atlántico, y averiguamos cómo desandar nuestros pasos
para cruzar la frontera por un camino distinto al que habíamos venido.
Encaramos hacia el lago Panguipulli, con destino final Puerto Fuy. Desde allí
cruzaríamos en una barcaza que atraviesa el lago Pirihueico acercándonos
bastante al límite con Argentina.
Llegamos al puerto dos horas antes de la partida del
pontón. Del bar donde nos sentamos a tomar algo nos espantó una invasión de avispas.
No era la primera vez. Ya habíamos presenciado, en varios lugares tanto de
Argentina como de Chile, avalanchas de
avispas que, al mejor estilo moscas, se nos pegaban a la piel, nos zumbaban en
los oídos y se posaban sobre la comida. Son las “chaqueta amarilla”, una
variedad que entre el fin del verano y principio del otoño se torna insoportable,
sobre todo para quienes disfrutar de un rato al aire libre. Otra especie
introducida que no tiene depredadores y que cada vez se expande por más zonas
descontroladamente.
El Escarabajo se subió a la barca. Solo lo acompañó un
vehículo más. La navegación transcurrió con el sol cayendo detrás de las
montañas, iluminando de a ratos los árboles que cubrían las laderas, desvelando
playas escondidas, sobre el agua verde como una esmeralda. Desembarcamos en la
costa de enfrente. Entrada la noche atravesamos el paso Hua Hum y tomamos el
camino de tierra en medio del bosque. De nuevo el ripio, las piedras atronando
sobre el auto, la noche cerrada y la incógnita de no saber qué habría
alrededor. Como brújula, el cielo completamente estrellado y un sendero que
llegaba hasta lo que daban las débiles luces del Volkswagen.
Como ya conté anteriormente, al llegar a San Martín de
los Andes, el auto se paró. Fue capaz de alcanzarnos hasta una cuadra antes de
una estación de servicio, estaba sin una gota de nafta. Lo que no había contado
es que, en esa misma cuadra, antes de salir, habíamos dejado un tesoro
escondido. En una vereda cualquiera, debajo de una piedra y protegido del agua.
Una semana después, aún nos esperaba allí. La flor sagrada, intacta.
Continuará... (Cap. 18) En un lugar de la refutalaufquen